El lobo se fijó en mí. No un lobo de cuatro patas y de los que aúllan a la luna. De esos ya no quedan. Me refiero a un lobo con piel de cordero. Y no le culpo, la verdad. Si yo me viera desde fuera, también me habría equivocado al prejuzgarme.
El caso es, que yo iba al salir de trabajar, en esta nueva normalidad, con mi coleta rubia y mi mochila roja, de esas baratas que aún venden en una famosa cadena de tiendas enfocadas al deporte y al tiempo libre. Mujer, mediana edad, baja estatura y cara de no haber roto nunca un plato. Esa soy yo. Pero ya os digo, por si no había quedado claro, que las apariencias engañan.
Yo seguía trabajando de lo mío en este nuestro tiempo de post apocalipsis, es decir, limpiando oficinas. Diez años después de que todo colapsara, parecía que las cosas iban tomando su buen rumbo. Yo ganaba un sueldo muy bueno, mucho más bueno que antes de la mortífera pandemia. Trabajaba directamente para el gobierno y no debía preocuparme por mi alquiler o por el alto coste de mis medicamentos. Gracias a algo que no sé lo que es, la verdad, mi vida ahora era mejor de lo que jamás había sido.
Ya casi había anochecido cuando salí del edificio para dirigirme a casa. No estaba lejos, en el mismo pueblo, a unos quince minutos caminando. Estaba refrescando y agradecí haberme llevado una chaqueta que me coloqué nada más pisar la calle. Saqué mi móvil de la mochila antes de ponerme en marcha y marqué el número de mi hermana.
—Con un “¿qué tal, Estrella?”, creo que estaría mejor como apertura a mi llamada. ¿No crees, Patricia?
—Bueno, bueno. No te pongas así, hermanita. Es que normalmente me llamas antes. ¿Vas a venir mañana a la finca?
—No sé… estoy muy cansada. Esta semana se me ha acumulado el trabajo.
—Te digo, Estrella, que deberías venir y así papá también te ve mientras comemos todos unas costillas de cordero. Que ya sabes que salen bien ricas en la parrilla del patio. ¿Qué dices, Paco?
—¿Eh? ¿Qué?
—No, nada… Paco. Que me dice que te vengas, que va a hacer su espectacular “all i oli” para chuparte los dedos.
—Ay, Patricia. Iré gracias a tu marido. No puedo resistirme a la salsa que hace mi cuñado favorito.
—El único que tienes.
—Ñi, ñi, ñi, el único que tienes. Tú sí que necesitas relajarte.
Fue en aquel momento cuando noté un olor muy conocido. E del de alguien que ya está podrido por dentro. Al dejar de hablar pude escuchar sus pasos, lentos y arrastrados.
—¿Qué pasa? Me estoy poniendo nerviosa.
—Te necesito tranquila, ¿vale? Pero creo que alguien me está siguiendo.
—¿Detrás de ti? ¿Ves quién es? Si a estas horas no suele haber casi nadie por esas calles.
Entonces, apreté el paso. Mi hermana estaba conteniendo la respiración al otro lado de la línea. El sonido del caminar resonaba con más claridad, y aquel olor que conocía demasiado bien, inundaba mis fosas nasales. Me giré sin ningún pudor para poder ver quién me seguía pero, no pude distinguir su cara oculta entre las sombras. Pero lo cierto era que una figura tambaleante venía a mi dirección.
—Confirmado. Alguien me sigue. Alguien tambaleante que podría ser un…
—¿Estás segura? ¿No podría ser alguien que ha bebido de más y está borracho?
—No lo creo. El olor… Es ese olor… Creo que es uno de ellos.
—¿Pero qué dices? ¿No es algo imposible? Hace años que no…
—Si eso yo lo sé. Se supone que todo esto está controlado. Pero tengo que ponerme a salvo, y para eso, tengo que colgar. Se está acercando y si estoy pendiente del móvil, no tendré el control total para lo que pueda pasar.
Por mi mente cruzaban un montón de pensamientos atropellados. Recordar el hedor que desprendían los primeros infectados, antes de que se implementaran los controles y la medicación para los portadores como yo. Colgué la llamada después de decirle a Patricia que la quería mucho. Y a papá. Y a Paco.
Me paré en una esquina para hacer ver que buscaba algo en el bolsillo de mi mochila, y cerciorarme de si aquel individuo, aquel lobo que se fijó en la mujer de la mochila roja, venía de verdad a por mí o seguía su camino. Quizás, a pesar de todo, era un pobre diablo que iba a casa a dormir la mona… Pero eso no ocurrió.
Con su aliento casi en mi nuca, aquel olor dulzón y pútrido me revolvió el estómago. Con todo mi cuerpo en tensión, me giré con brusquedad hacia mi perseguidor. Frente a frente, aquel hombre con enormes ojeras negras bajo sus ojos. Aún no era un zombi aunque no le quedaba mucho para la transformación.
—¿Se puede saber qué quieres de mí? —Dije con más miedo que convicción.
Aquella era la primera vez que estaba delante de alguien así completamente a solas. Éramos solo él y yo en una pequeña calle vacía y de noche. Él se quedó mirándome fijamente durante unos largos segundos. Sus ojos oscuros tenían una expresión desesperada, mezclada con una especie de anhelo retorcido. Fue entonces cuando habló y al fin supe qué quería.
—¿Y qué tengo yo que ver?
—¡Oh, no! ¿O sí? ¿Estás queriendo decir, lo que creo que estás queriendo decir?
—Quiero ser uno de los cuarenta y ocho. Solo eso. Lo merezco. ¿Acaso no puedo?
—¿De dónde eres? ¿Y por qué has venido precisamente a por mí? No te había visto nunca por este barrio. Además… ¿Qué sabes de los 48?
—¿Qué más da eso ahora? —dijo visiblemente alterado—. Sé de la existencia de ese club y de su número reducido, que solamente pueden componerlo cuarenta y ocho agraciados que no se corromperán, ni se convertirán en los asquerosos zombis a los que todo el mundo odia.
Cogí aire y retrocedí instintivamente dos pasos para alejarme un poco más de él. Tenía el cuerpo listo para las dos opciones en estos casos: huída o lucha. El hombre continuó hablando.
—Mírate. Estás muy enfermo. En las últimas, diría yo.
—Y por eso estoy aquí. Porque quiero salvarme y quiero tu puesto en ese club. Sé que eres una de ellos. De los bendecidos.
—Estás loco, ¿sabes? Loco y enfermo. Necesitas ayuda para acabar con tu agonía.
—Lo huelo aunque intentes ocultarlo. Ese sutil olor. No la hediondez de los que ya caímos, pero tenéis el rastro de lo que nosotros perdimos.
Entonces él empezó a acercarse de forma amenazante. Todo el tiempo sus ojos estaban fijos en los míos. Yo reculé como si estuviéramos en medio de un tétrico baile. Me aferré a mi mochila y busqué en ella las llaves de casa mientras él continuaba con su charla.
—Y además… los rumores cada vez son más fuertes. Se habla de vosotros y vuestro club. De cómo os mantenéis intactos… Que la clave está en vuestra sangre. De algo que podría detener la progresión hasta la despersonalización zombi.
No tuve dudas cuando aquel infectado abrió la boca. El lobo estaba dispuesto a abalanzarse sobre su presa. Yo intentaba mantener la calma y cogí con fuerza las llaves. Apreté el botón del llavero, aparentemente una suerte de mando de garaje. No hubo ni ruidos ni luces. Pero la alarma silenciosa que el gobierno nos da a cada uno de los miembros del club, hizo su trabajo. Nunca había tenido que usarla hasta aquel momento y un sudor frío me heló las sienes.
En menos de dos minutos, llegaron cuatro agentes especiales en dos coches negros blindados y con cristales tintados. Dos minutos que se me habían hecho eternos, intentando mantenerme alejada de aquel hombre que poco a poco, se iba precipitando hacia el final de su vida como persona no muerta. Yo daba gracias infinitamente porque aquel pobre diablo era débil y lento…
Una hora después, tras cerciorarse los agentes de que yo no había sufrido ningún daño, me llevaron a casa. Les di un par de bolsas de la nevera con mi sangre para que extrajeran de ahí el antisuero. Quizás aún no fuera tan tarde para aquel lobo. Quizás, al fin y al cabo, solo fuera un cordero con mala suerte. El caso es que los cuarenta y ocho continuamos siendo los mismos, y que yo no perdí mi puesto en el selecto club español. Sé que en otros cuarenta y siete países cuentan con su propio club y, curiosamente solo hay cuarenta y ocho personas inmunes y que pueden curar en cada uno de ellos. En total somos 2.304 en el mundo con esta condición.
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Al mediodía siguiente el olor de las costillas de cordero y los pimientos escalibados inundaban el patio. Paco llevaba ya unos cuantos lamparones en su delantal al dar la vuelta a la carne que chisporroteaba. Mi hermana y yo estábamos sentadas bajo la sombra del todo azul y bebiendo té helado. Papá, siempre fiel a sus costumbres, hojeaba el Marca.
—Para eso pagamos los impuestos religiosamente, ¿no? —gritó Paco para que le oyéramos.
—Solo faltaba que no valiese el aparatito ese de las llaves. Si no funcionara, yo si que les iba a dar una descarga y no digo dónde.
—¡Papá! No seas cenizo. Estrella está bien. Y al hombre al menos, han podido contenerle.
—Lo que me escama es que quisiera mi puesto. Aún no sé cómo sabía nada de eso, y cuánto se ha corrido la voz.
—Misterios de la vida, cuñada ——dijo Paco sirviendo los chuletones—. O de la no-vida, según se mire. Lo importante es que la cosa no fue a más. Así que… ¡a zampar! Que este manjar no se come solo.
Paco colocó la fuente en el centro de la mesa. Teníamos escalibada y patata asada como guarnición, además de su famosa salsa “all i oli”. Los cuatro empezamos a comer y hacemos que la tensión de la noche anterior parezca lejana pero, entre trago y trago a mi té helado, sigo viendo los dos ojos negros como pozos de aquel hombre, sin dejar de pensar cuántos más querrán mi plaza y venirme con el sambenito de es que… Siempre quise entrar en el exclusivo club 48.