22/10/2022
Antes del frío
17/10/2022
Me pillas en mal momento
La cola en el súper era rematadamente larga. Yo buscaba un pañuelo en el bolso para limpiarle los mocos al pequeño. Hacía poco que había empezado a andar y justo en aquel momento quería bajarse de su sillita, berrinche incluido. El mediano, con tres años, quería los caramelos que convenientemente ponen a pie de caja como cebo. Además, mi teléfono comenzó a sonar... Mi marido se retrasaría algo más para recogernos. Atasco en la M-30. La mayor, menos mal, una santa a sus diez años.
Con el vaso de mi paciencia a punto de rebosar, roja por el agobio de un viernes por la tarde en la abarrotada tienda, vi aparecer a Enrique, un antiguo compañero de instituto. Estaba igual. Más mayor, obviamente, pero igual de guapo.
—¡Marta! ¡Cuánto tiempo! ¿Qué es de tu vida? ¿Y estos niños tan guapos?
—Hola, Enrique... Son mis hijos. Ya ves, comprando un viernes. Viviendo al límite —dije pensando en lo horrorosa que debía estar delante del que fuera el chico más carismático de nuestra quinta—.
—¡Qué gracia! La pequeña Marta, madre de tres criaturas. Son guapísimos, clavaditos a ti.
—Gracias. ¿Y tú? ¿Tienes hijo?
—No, que yo sepa —dijo carcajeándose—. Es más, hace una semana que vuelvo a estar soltero. Yuleidis no aguantaba mi ritmo. Creía que me gustaba demasiado la juerga, pero ¿Qué malo hay en ello?
—Nada, hombre. Cada cual lleva la vida que quiere, o puede.
—¿Sabes, Marta? Siempre me gustaste. Pero eras demasiado seria, siempre centrada en tus cosas, sin querer hacer locuras.
—Querrás decir que yo ra una de las que no iba enseñando cacho para deleite de los muchachos, tú el primero.
—Que no, mujer...
—Da igual. También me gustabas, pero maduré. Además, me pillas en un mal momento. ¡Anda! Por ahí viene Jorge, mi marido.
12/10/2022
Me llaman bruja
de Libros.com
🏆 RELATO GANADOR 🏆
08/10/2022
El pañuelo de seda
El amor entre Josephine Barkley y Lawrence Humble fue un chispazo desde la primera vez en la que se cruzaron sus miradas. Una pasión carnal donde cualquier momento era bueno para encontrarse. Un amor de besos dulces o salvajes, de caricias por encima y por debajo de la ropa. Un amor donde los amantes no cuestionaban su durabilidad porque simplemente se dejaban llevar.
Mientras tanto, Arthur Barkley, últimamente demasiado ocupado intentando encontrar las mejores sedas para sus sombreros. Quería dejar de confeccionarlos con piel de castor, ya que andaban escaseando y su precio se desorbitaba, y no quería tener que mezclarlo con piel de conejo para abaratar costes, pues eso sería una deshonra para sí mismo. Era el mejor sombrerero de la zona, y tenía que seguir así por honor a su familia. Su abuelo había empezado este noble arte de vestir las cabezas con más solera, y su padre lo continuó. Aquella era su herencia, su vida. Sin olvidar a su adorada esposa, Josephine.
Debido a su tenacidad, Arthur pasó dos largos meses en Francia buscando su preciada seda, y al volver, advirtió que el vientre de su mujer estaba ligeramente abultado. Ella le dijo que debía estar enferma porque se notaba rara desde hacía unos cuatro meses y medio, cuando dejó de menstruar. Él abrió los ojos como platos y empezó a reír con lágrimas cargadas de emoción.
—¿Pero, qué pasa Arthur? No he dicho nada gracioso —preguntó extrañada Josephine.
—Mi bella esposa… haré llamar al doctor para que venga, pero creo fervientemente que vas a hacerme padre.
—¿Qué? ¿Pero cómo puede ser eso posible?
—¡Ay! Sigues siendo tan inocente como cuando eras una niña. Pues eso se debe a nuestras noches de amor marital. Para eso se casa la gente, para tener descendencia. ¡Qué alegría! ¡Por fin! Ya creía que no podrías darme un heredero para la familia.
Arthur abrazó fuertemente a su mujer y hundió la nariz en su pelo. Su esposa le haría padre según las cuentas, cuando ella tuviera la magnífica edad de veinticuatro años, y él sesenta y cuatro, y por fin podría dedicarse en cuerpo y alma a esa criatura los pocos años que le quedaran de vida. Y es que como bien solía decir él, nunca es tarde si la dicha es buena. Y tanta era la dicha que, no se acordó hasta después de la cena de entregarle el regalo que había traído desde París a su esposa. Un magnífico pañuelo de seda color mostaza, salpicado con pequeñas flores en morado y rojo y un ligero toque verde de sus diminutas hojas. Un estampado muy adecuado para una joven dama, además de ser ese amarillo oscuro el color favorito de Josephine, que lo vestía siempre que podía. A ella le encantó y en profundo agradecimiento, le dio un dulce beso a su marido en la mejilla. De veras sentía una gran estima por aquel hombre, pero ni mucho menos era lo que sentía por Lawrence.
Al día siguiente, el doctor Simons confirmó el estado de buena esperanza en el que se encontraba Josephine, y estimó que el niño nacería entre marzo y abril del siguiente año, pues faltaban unos cinco meses para salir de cuentas y ahora mismo corría el mes de octubre.
En los siguientes meses el vientre de Josephine creció mucho, a veces parecía estancarse, y de pronto, al levantarse por la mañana, era como si se hubiera inflado como un globo durante la noche. La noticia del embarazo no mermó los encuentros entre los amantes, si bien, todo era más calmado. Asumieron que el niño era de Lawrence y no de Arthur, pues al marido le costaba horrores tener bajo control y mantener su gallardía, resultando ser todo unos pequeños fogonazos de fogueo, según ella.
Todo parecía ideal. Los amantes, amándose. El marido, engañado. Contando a todo el mundo lo agradecido que estaba a estas alturas de la vida. Pero mientras el bebé crecía dentro de Josephine, también lo hacían los rumores sobre que se veía a escondidas con el joven Lawrence, de la lechería Humble. Arthur quiso hacer oídos sordos creyendo que eran chismes de alcahuetas envidiosos. Pero claro, tanto se lo decían, tanto se lo advertían, que empezó a estar ojo avizor a las señales entre su mujer y el lechero.
Advirtió que llevaba dos días sin ver a su mujer sin el pañuelo de seda. Cosa extraña, pues lo había llevado cada día sin falta desde que lo recibiera. Aquella mañana, las náuseas y mareos habían dejado a Josephine en cama y Arthur había decidido quedarse en casa. El papeleo podía hacerlo allí, ya que el negocio estaba en buenas manos.
A media mañana, Lawrence entró por atrás, desde la cocina, con la excusa de traer la leche. Arthur le pilló subiendo las escaleras hacia la primera planta de la mansión, pañuelo de seda en mano.
—¿A dónde vas con ese pañuelo? —gritó Arthur.
Lawrence no supo qué decir. Ambos estaban en lo alto de la escalera cuando Arthur se abalanzó para golpearle y rodaron escaleras abajo. Cuando Josephine fue a ver alertada por el barullo, Lawrence estaba con el cuello partido por la caída y Arthur dejando esta vida a través de la sangre que emanaba de su oído.
Cuando el niño creció, Josephine dudaba sobre el padre, pues el pequeño Joseph tenía la mirada de Arthur y el hoyuelo de Lawrence.
01/10/2022
Tiempo de perros, tiempo de lobos
MaryLou estaba apostada en la parada de autobús, un simple poste en el arcén. Bajo la lluvia, con paraguas y botas de agua conjuntados en color rojo, y con sus suaves rizos rubios destacando sobre una gabardina verde musgo. Quedaba media hora para que la noche se echara sobre la no muy transitada carretera. La chica parecía estar esperando a un autobús que se retrasaba, pero el último del día había pasado quince minutos atrás.
Michael iba barruntando si salir o no aquel viernes noche para conocer a alguna chica interesante. Los faros de su coche no se habían encontrado apenas con otros automóviles, la lluvia y el mal tiempo en general, disuadía a la gente a salir del calor de sus casas. Octubre era un mes frío en el estado de Maine. De pronto, clavó los frenos y paró su Crysler a escasos metros de la parada de bus y las botas rojas se apresuraron hacia el auto.
—Hola. ¿No sabrá usted si aún tiene que pasar algún autobús por aquí?
—Pues a esta hora no pasa ninguno más. Si quieres te acerco, que con este tiempo puedes coger un resfriado. ¿Vas muy lejos? No deberías estar sola cuando anochezca, además que alguien estará preocupado por tu tardanza.
—Gracias, me haría un gran favor. Voy a Alton, a casa de mi abuela que está muy enferma y me necesita. Es la única familia que tengo.
—Qué casualidad. Yo vivo en las afueras de ese pueblito. Está a menos de veinte minutos.
MaryLou abrió la puerta y se sentó en el asiento del copiloto. Se quedó mirando el ambientador que colgaba del espejo retrovisor e impregnaba el interior del auto con su olor a lavanda. Le recordaba a su abuela. Ella le preguntó dónde lo había comprado, y él le contó que había sido idea de su hermana, porque el olor a pachuli que solía utilizar, a ella le parecía demasiado pesado, y como estaba delicada de salud y debía llevarla a sus visitas médicas frecuentemente, pues recibió de buena gana el cambio de ambientador por parte de ella. Michael parecía realmente un buen hombre que se preocupaba por su hermana.
A mitad de camino, Michael detuvo el coche a un lado de carretera.
—Perdona un momento, pero tengo que mear o reventaré.
MaryLou hizo un imperceptible mohín al escuchar la palabra mear en boca de aquel hombre que había estado tan pulcro y correcto en todo momento. Cuando terminó de vaciar su vejiga, Michael abrió el maletero y empezó a rebuscar entre un gran saco, cuerdas, trapos y un bote de cloroformo entre otras cosas, y de repente, sintió un fuerte golpe en la cabeza que le hizo caer al suelo. Una empapada por la lluvia MaryLou, sonreía maliciosamente con un martillo ensangretado en la mano.
—No me digas que también tú ibas de cacería —dijo antes de asestarle el golpe definitivo—. Vaya... Pues va a ser que no. Es peligroso subir al coche de un desconocido, pero también subir a alguien que no conoces.
Entonces, condujo ella misma hacia Alton dejando el cuerpo del hombre allí mismo, y pensó que ya era hora de cambiar de aspecto y optar por una melena a lo Cleopatra porque la policía estaba buscando a una chica rubia, sospechosa de asesinar a hombres de mediana edad. Puso la radio y rió a carcajadas cuando aconsejaron no salir por la noche en solitario por el condado, sobretodo a las adolescentes y mujeres jóvenes, ya que aún no habían dado con el secuestrador y asesino que tenía atemorizada a la zona. La descripción que dieron coincidía al cien por cien con Michael.
Y es que perro no come perro, pero cuidado con el lobo con piel de cordero.