Con Zeta de Zombi y Otros Desvaríos
18/11/2024
Cenizas, hogar perdido
04/11/2024
Escondida
Blog: El Tintero de Oro
VadeReto de Octubre 2024 (EL ESPACIO)
Blog: Acervo de Letras
Desafío conjunto con Alianzara
Blog: Alianzara
Mi armario no era muy grande, pero yo tampoco. La ropa me tapaba para que no me vieran.
Estaba oscuro y tenía un poco de miedo, pero hice caso a mi mamá para que la gente mala no me viera.
Soy una niña grande y no quería llorar. Casi tengo seis años.
Oía llorar a mi mamá porque unos hombres la estaban gritando. También ruido de cosas que se rompían. Mi mamá lloraba más fuerte y yo también empecé a llorar.
Tenía mocos y me limpié la cara con mi manga, pero me quedé abrazando a mi muñeca. Nos mecimos para estar más tranquilas pero los hombres hacían demasiado ruido.
Me dolía el culo y tenía frío, pero ya no se oía ruido.
Cerré los ojos muy fuerte y abracé más a mi muñeca cuando el armario se abrió.
Una mujer policía me cogió en brazos diciendo que todo había pasado. Mamá llegó corriendo y me dio muchos besos. Tenía una tirita muy grande en la cabeza.
Yo lo oía todo aunque no querían que me enterara. Sé que hacía muchos días que mi papá no estaba en casa. Esos hombres malos le buscaban. No sé porqué mi papá conoce a gente mala.
Mi mamá y yo ahora vivimos en una casa muy grande. Allí también viven otros niños con sus mamás y que sus papás no pueden vivir con ellos.
14/10/2024
Lanzamiento de Europa Clipper
Mensaje en una botella: A bordo de la nave Europa Clipper
Mi nombre va a bordo de la Europa Clipper |
08/10/2024
Eterna Lola
Lola, como buena cordobesa, abandonó el lavadero con la ropa limpia en el cesto, apoyado sobre su cadera, moviéndose con esa naturalidad de quien apenas ha cumplido los diecinueve. En la casa, la madre la esperaba pelando patatas y judías verdes para la cena, con la plancha reposando sobre las brasas, lista para quitarle las arrugas a las sábanas. Las calles empedradas de Puente Genil, con sus casas encaladas y sus ventanas coronadas de geranios rojos, guardaban en su silencio los rumores y secretos que, como el aire, corrían entre los vecinos.
Antonio, un hombre que ya sabía de la vida y tenía veinte años más que ella, había llegado de Sevilla un mes atrás, a cuenta de unas tierras. Forastero, sí, pero en poco tiempo se ganó la confianza de todos con su hablar suave y su manera discreta de estar en el mundo, como si fuera uno más del pueblo. Sin embargo, lo que nadie imaginaba era el secreto que arrastraba consigo, oscuro y profundo, de esos que dicen, si no se ven, no se sienten.
La joven Lola, con sus ojos oscuros y su piel tostada por el sol, llenaba de luz el lugar con su risa fresca, y Antonio, sin decir palabra de su vida en la capital, comenzó a pasear por el pueblo con más frecuencia, buscando, casi sin quererlo, esos encuentros casuales con la muchacha. Al principio fueron solo miradas rápidas, pero pronto se hicieron largas, profundas. Antonio se llevaba la mano al sombrero en un saludo tímido, mientras Lola se colocaba el cabello detrás de la oreja, sintiendo el calor encendiéndole las mejillas.
Entre paseos y charlas junto al río, bajo la sombra del puente de los Ahorcados, que pese a su nombre lúgubre les ofrecía las mejores vistas del Genil, se fueron descubriendo el uno al otro. Las palabras dulces de Antonio, envueltas en dulces promesas, fueron calando en el corazón ingenuo de Lola. Y en las tardes sofocantes de julio, cuando el cielo se teñía de un naranja que casi dolía, y el tañido de las campanas de la iglesia de Santiago flotaba en el aire, sus encuentros se hicieron cada vez más íntimos. Lola creía que aquel amor sería para siempre.
Pero la verdad, como el agua del río, siempre encuentra su cauce. Fue en una tarde cualquiera, cuando Antonio marchó a Córdoba por asuntos, que un hombre llegado desde Sevilla, preguntó por él. Vino a buscarle con urgencia: su mujer, Carmela, le mandaba llamar, pues su hijo pequeño, enfermo de fiebres, no levantaba cabeza. Así fue como Lola descubrió lo que nunca debió saber: Antonio tenía esposa e hijos en Sevilla, una familia que había dejado atrás como si no existiera.
Deshecha por la traición, Lola no pudo contenerse cuando Antonio volvió al pueblo. Se citaron en la plaza del Romeral, bajo los olivos. El aire parecía pesado, inmóvil, mientras la muchacha le arrojaba la verdad a la cara. Antonio no dijo nada, no hizo ademán de negarlo. Y ella, con el alma rota, se alejó. Las lágrimas surcaban su rostro, mojando su cuello, mientras se dirigía a la estación, esa estación donde tantas veces había soñado una nueva vida junto a él. Pero ya no había tren que la llevase a aquel futuro.
Antonio, por su parte, se quedó quieto en la plaza, mirando cómo se desmoronaba todo lo que creía tener. Perdió a Lola, su juventud, su inocencia, y al regresar a Sevilla, supo que también perdería a Carmela, su hogar, el calor de su casa, pues su mentira quedó al descubierto. Y desde entonces, el peso de su traición le acompañó como la sombra de los olivos en las tardes largas del Genil. Incluso cuando Carmela, echando de menos a su marido, le perdonó y permitió que regresara al hogar. Sus hijos, aún pequeños, seguían correteando por los pasillos, pero él ya no sentía el mismo calor en sus risas.
Carmela, con la resignación que sólo otorgan los años, continuó a su lado para volver a las rutinas de siempre. Comían en silencio y las noches evidenciaban aún más una distancia insalvable que les separaba. La sombra de aquella muchacha de Puente Genil, siempre estaba presente como un rumor en el viento, como una herida que no cerraba.
Cuando Antonio se hallaba solo en la penumbra, los recuerdos de Lola volvían a su mente. La veía caminando por el empedrado balanceándose con el cesto de ropa limpia, su cabello al viento, y su risa que, aún resonaba en sus oídos, viva y fresca como el primer día.
No había noche en la que, antes de cerrar los ojos, no se preguntara si ella habría encontrado consuelo en otros brazos o si su corazón aún le guardaba rencor. Nunca lo sabría. Pero lo que sí sabía, con esa certeza amarga que sólo traen los años, era que Lola, jamás saldría de su pensamiento.
Así fue como Antonio se acostumbró a vivir con dos sombras a su esplada: la de su traición, y la de aquella muchacha que una vez le hizo sentir lo que nunca volvería a sentir. Y en los momentos de mayor silencio, cuando Carmela dormía y el murmullo de Sevilla quedaba pagado, era a Lola a quien dirigía sus pensamientos, consciente de que su recuerdo, como las aguas del Genil, seguiría fluyendo en su interior, inmutable y eterno.
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