«Cuando en la tierra habitan seres sin alma, nunca puedes estar seguro de nada. En ningún sitio».
John y Clarissa cargaban con Connor y Chloe, sus mellizos de dos años y medio, tras cuatro meses de intensa huida y caótica supervivencia escapando de los zombis. Habían perdido a todos sus familiares y amigos, ya fueran muertos o vagando por ahí, convertidos.
En este tiempo, la pareja había tenido que aprender a sobrevivir por las bravas, dejando sus prejuicios a un lado, disparando sin contemplación a los no muertos. Unos seres desposeídos de su humanidad.
Las ciudades, desde el comienzo de todo, se convirtieron en ratoneras con sus altos edificios. Las urbanizaciones de las afueras, no eran una mejor idea. Querían y necesitaban llegar al punto fortificado del que habían oído hablar por radio. Ya no les quedaba mucho, pero debían parar a descansar. A lo lejos, vieron una agradable casita con una humeante chimenea. Caminaron hasta ella y al llamar a la puerta, un hombre que por su morfología, su pelo blanco y su frondosa barba del mismo color, les recordó a Santa Claus.
—¿Qué queréis? —dijo sin amabilidad el dueño de la casa, mientras portaba su escopeta.
—Pasar la noche, si es posible. —respondió John con tono tranquilo—. Mañana, sin falta, nos marcharemos temprano, pero los niños tienen que descansar.
La cara del viejo cambió por completo.
—¡Niños! ¡Hace tanto tiempo que no veo ninguno! Pasad, pasad.
La casa era acogedora. Todo estaba ordenado y limpio. Kram, el hombre, les dio de cenar, un lugar para asearse y les proporcionó unos colchones, almohadas y mantas para dormir.
La cena fue agradable, pues Kram era muy simpático con los pequeños. Sabía un montón de canciones y cuentos.
—¿Sabéis? Yo, antes de que todo cambiara y mis expectativas se evaporaran, tenía una tienda de golosinas al lado de un colegio. Os ofrecería encantado, pero tuve que salir corriendo y no se me ocurrió hacerme con provisiones de chucherías.
—No pasa nada. La sopa estaba muy rica y también los filetes —dijo Clarissa amablemente.
El hombre que se parecía a Santa Claus, era la primera persona no muerta que había visto en mes y medio. La pareja le ayudó a recoger la mesa y le agradeció su hospitalidad una vez más. La familia se fue a acostar mientras el hombre se quedó fregando los platos.
Pese a que Kram les había dicho que la casa tenía tres habitaciones y que Clarissa y John podían dormir en una de las dos que estaban libres, y los niños en la otra, los padres declinaron la oferta, pues era mejor que durmieran todos juntos, dadas las circunstancias. Desde que todo empezó, siempre lo habían hecho así.
—En el mundo animal, los progenitores deben cuidar y proteger a sus cachorros —dijo John, mirando directamente a los ojos de Kram.
—Clarissa dijo que antes del virus, era modista en una tienda de vestidos de novia pero… No recuerdo a qué te dedicas tú, John —contestó Kram, bajando levemente su mirada.
—Nada demasiado importante, amigo. Me pasaba el día conduciendo por las calles.
—¿Taxista?
—No. Pero sigue pensando y mañana me lo dices —dijo sonriendo el joven padre—, no te molestamos más que nos vamos a descansar.
—Ningún problema. Seguiré pensando en trabajos en donde la gente conduzca mucho.
Ya acostados en la habitación, los niños cayeron dormidos, extenuados y con la barriga llena. Clarissa se dirigió a su marido.
—Tanto tiempo sin patrullar y aún sigues en modo policía, John. ¿Te puedes relajar un poco? Estamos bien.
—Lo siento, pero no. Si algo ha añadido toda esta maldita pandemia a mi vida, es a desconfiar aún más de las personas. Mucho más de los vivos que de los muertos. Así que, pasemos esta noche y continuemos con nuestra vida.
John y Clarissa se abrazaron y se fundieron en un profundo beso de buenas noches. Ella no tardó en dormirse, sin embargo él, siempre alerta, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza cada vez que cerraba los ojos.
Una hora más tarde, cuando John ya estaba cayendo en brazos de Morfeo, unos sonidos roncos le alertaron. La luz de la luna llena que entraba por la ventana no dejaba lugar a dudas. El viejo de la blanca barba estaba de pie junto a los dormidos mellizos, con los pantalones y calzoncillos bajados hasta los tobillos. John, un policía con mucha calle, amable y con ganas de ayudar a las personas pero que de primeras, nunca se fiaba de nadie. Una náusea llena de bilis le llegó hasta la garganta. Aquel malnacido estaba en trance mientras se tocaba sin dejar de mirar a las inocentes criaturas. Era un pedófilo. El hombre que les había dejado pasar a su casa, era un jodido pedófilo. Un personaje mucho más abominable que cualquier pútrido zombi. John, cogió su pistola y se levantó de un salto tan rápido, que Kram, ensimismado en su trance y sin libertad de movimiento por su ropa en los tobillos, no pudo hacer nada. El padre de familia le sacó de su habitación de un empujón y le llevó a la del propio Kram. Un dormitorio cuyas paredes estaban llenas con fotografías de niños y niñas, nunca mayores de seis años. En una esquina, encima de un escritorio, un ordenador abierto, mostraba más imágenes de otros infantes.
—¿Qué es esto, asqueroso de mierda? ¿Qué repugnante cosa es esta?
—Yo… A mí me gusta la gente pequeña. No es nada malo. Nunca les haría daño. Son tan bonitos, tan suaves, tan achuchables.
—Tú eres un mierdas. Un ser sin alma que no se merece nada, ni siquiera el aire que respira. Por eso nos dejaste entrar en tu casa. De haber ido sin niños, ya nos podríamos haber muerto mi mujer y yo ahí afuera.
John, como el agente que había visto demasiado sobre la decadencia del ser humano, pero más aún como padre de dos criaturas inocentes, y a pesar de los últimos tiempos convulsos que habían vivido, intentando minimizarlos todo lo posible, gracias a los buenos adultos que habían encontrado hasta la fecha, sacó su pistola. Hizo que el hombre, el dueño de una tienda de dulces, un lugar perfecto para estar a diario en contacto con niños, se arrodillara. Mentalmente, mientras el cañón de su arma se apoyaba en la frente de aquel barbudo, contó hasta tres y le descerrajó un tiro. El mundo ya estaba demasiado devastado y lleno de caminantes sin alma por culpa del virus, así que el lugar sería un poco menos atroz sin un monstruo como Kram.
Los pasos de alguien que corría se oyeron por el pasillo. Clarissa no pudo contener el grito que escapó de su boca al ver la escena: su marido con la pistola en la mano, el dueño de la casa muerto con un disparo en la cabeza y, un montón de ojos infantiles mirando desde las paredes y el ordenador.
Abandonaron aquella casa muy apesadumbrados pero antes, rompieron el ordenador tirándolo al suelo, quitaron las fotografías para prenderles fuego e hicieron buen acopio de comida y agua. Si todo iba bien, su destino estaba a medio día de dura caminata.
Qué intrigante. Qué será lo que suceda. Muy buen relato. No tengo los shares activados, lo siento porque o pagas cada mes o no puedes activarlos, y ya estoy cansada de pagar la verdad. Un abrazo
ResponderEliminarGracias por pasarte, Nuria.
EliminarLo sé. Con X es imposible. Nunca he pagado, así que veo lógico y normal que los demás tampoco lo hagan.
No hace falta que haya zombies. Ya hay suficiente maldad en el mundo actual. Un abrazo.
ResponderEliminarY tanto, Federico. Es por el dicho de que hay que temer a los vivos y no a los muertos. Si de algo se salvan los zombis, es que carecen de maldad, fueran como fueran en vida.
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