08/09/2024

Bajo las nubes de Berlín


VadeReto de Septiembre 2024
Blog: Acervo de Letras

¡Buenos días, Claudia! 

Pero mujer… cada día estás más guapa y radiante. 

¿Qué a dónde voy? me tienes calado ¿eh? 

Voy a ver si consigo algo de carne para hacer a la parrilla. No sé, alguna ardilla o pájaro, o aunque sea una lagartija… ya ves que el huerto no da para más. 

¿Qué? ¿Qué si podré traerte algo bonito para ti? ¿Un vestido, una pulsera o un perfume?

No sé… No tenía pensado ir a ver tiendas.

A ver, yo necesito comer.

Ya sé que tú con tu dieta nomedalagana, no necesitas más. Pero yo necesito mis calorías. Sino ¿Quién te haría compañía? 

Bueno, mi preciosa Claudia. Me voy pero llegaré como siempre, antes de que te des cuenta. 

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Hans se abrochó el chaquetón y se aventuró en las solitarias calles de Berlín. Silbando feliz, con su rifle cargado a la espalda, le daba igual que el brote comenzase hace diez años, que el último humano que viese fuera de su casa, hiciese cinco, y que los infectados se hubiesen desintegrado por completo, dos años atrás. Él tenía a su Claudia para él solo. 


Caminando en busca de algo para cazar, babeó al ver un pequeño ciervo en medio de la ciudad. Tenía tantas ganas de proteína animal que no se percató de un gran bache en medio del asfalto. La punta de su bota tropezó, con la mala suerte de fracturarse el tobillo. El aullido de Hans rompió el silencio de la vacía urbe. 

El cervatillo, corrió asustado y, de entre algunos coches abandonados, salió un imponente ciervo que no dudó en cornearle para proteger al pequeño. 

Hans no tuvo tiempo a disparar su rifle. Con la fractura y la cornada, nada podía hacer. Claudia no podía salvarle. Ni siquiera sabía su ubicación. 


En la casa, todo parecía estar como siempre. Nada se había movido. Ni el televisor que no funcionaba, ni el sofá o las cortinas. Tampoco el standee, la figura a tamaño real de cartón de Claudia Schiffer, el amor platónico de la adolescencia de Hans, que había encontrado en una de sus incursiones en busca aprovisionamiento.


04/09/2024

La youtuber

Microrreto: Las Redes Sociales


«¡Buenos días chicas y chicos! Como ya sabéis... ¡Cada día, es una nueva alegría! 
​Bueno, bueno. No vais a creer lo que os tengo preparado en el video de hoy pero, antes que nada... ¿eres de los que miran sin suscribirse? Pues dale a la campanita, que a mí me sirve un montón y a ti no te cuesta nada...»

Cuatro de la mañana.
​Ezequiel aún podría dormir dos horas más antes de trabajar, pero su vecina había decidido ponerse a grabar. Increíble. La primera noche en aquel apartamento y tenía pared con pared a una maleducada youtuber. 
​Con ojeras y arrastrando los pies, se plantó en la puerta de al lado para hacerle sentir su descontento a la vecina pero, nadie abrió aunque el jaleo cesó.
​Durante toda la semana, se repitió la misma historia. El sueño de Ezequiel se sacudía de madrugada por la enérgica voz de su vecina y, el resultado era el mismo. Nadie abría y todo volvía a su ser silencioso. 
​Cansado, agotado y sobre todo asqueado por la situación, Ezequiel pudo al fin hablar con el presidente de la comunidad. 
​—Hola, Francisco... ¿Quién vive al lado de mi apartamento? ¿Es una influencer o algo así? No me deja dormir. 
—¿Tú también la oyes? ponte tapones para dormir. Es lo único que podemos hacer. Ahí ya no vive nadie. Lo que escuchamos es al fantasma de Nagore, una youtuber que murió de un ataque al corazón en pleno directo con sus seguidores.



249 palabras

01/09/2024

Si no tiene alma, dispara al cerebro

Relato presentado al I Certamen «Cuentos del Bosque Oscuro» Ed. 2024


«Cuando en la tierra habitan seres sin alma, nunca puedes estar seguro de nada. En ningún sitio».


John y Clarissa cargaban con Connor y Chloe, sus mellizos de dos años y medio, tras cuatro meses de intensa huida y caótica supervivencia escapando de los zombis. Habían perdido a todos sus familiares y amigos, ya fueran muertos o vagando por ahí, convertidos.

En este tiempo, la pareja había tenido que aprender a sobrevivir por las bravas, dejando sus prejuicios a un lado, disparando sin contemplación a los no muertos. Unos seres  desposeídos de su humanidad.

Las ciudades, desde el comienzo de todo, se convirtieron en ratoneras con sus altos edificios. Las urbanizaciones de las afueras, no eran una mejor idea. Querían y necesitaban llegar al punto fortificado del que habían oído hablar por radio. Ya no les quedaba mucho, pero debían parar a descansar. A lo lejos, vieron una agradable casita con una humeante chimenea. Caminaron hasta ella y al llamar a la puerta, un hombre que por su morfología, su pelo blanco y su frondosa barba del mismo color, les recordó a Santa Claus.

—¿Qué queréis? —dijo sin amabilidad el dueño de la casa, mientras portaba su escopeta.

—Pasar la noche, si es posible. —respondió John con tono tranquilo—. Mañana, sin falta, nos marcharemos temprano, pero los niños tienen que descansar.

La cara del viejo cambió por completo.

—¡Niños! ¡Hace tanto tiempo que no veo ninguno! Pasad, pasad.


La casa era acogedora. Todo estaba ordenado y limpio. Kram, el hombre, les dio de cenar, un lugar para asearse y les proporcionó unos colchones, almohadas y mantas para dormir.

La cena fue agradable, pues Kram era muy simpático con los pequeños. Sabía un montón de canciones y cuentos.

—¿Sabéis? Yo, antes de que todo cambiara y mis expectativas se evaporaran, tenía una tienda de golosinas al lado de un colegio. Os ofrecería encantado, pero tuve que salir corriendo y no se me ocurrió hacerme con provisiones de chucherías.

—No pasa nada. La sopa estaba muy rica y también los filetes —dijo Clarissa amablemente.


El hombre que se parecía a Santa Claus, era la primera persona no muerta que había visto en mes y medio. La pareja le ayudó a recoger la mesa y le agradeció su hospitalidad una vez más. La familia se fue a acostar mientras el hombre se quedó fregando los platos. 

Pese a que Kram les había dicho que la casa tenía tres habitaciones y que Clarissa y John podían dormir en una de las dos que estaban libres, y los niños en la otra, los padres declinaron la oferta, pues era mejor que durmieran todos juntos, dadas las circunstancias. Desde que todo empezó, siempre lo habían hecho así. 

—En el mundo animal, los progenitores deben cuidar y proteger a sus cachorros —dijo John, mirando directamente a los ojos de Kram.

—Clarissa dijo que antes del virus, era modista en una tienda de vestidos de novia pero… No recuerdo a qué te dedicas tú, John —contestó Kram, bajando levemente su mirada.

—Nada demasiado importante, amigo. Me pasaba el día conduciendo por las calles. 

—¿Taxista? 

—No. Pero sigue pensando y mañana me lo dices —dijo sonriendo el joven padre—, no te molestamos más que nos vamos a descansar.

—Ningún problema. Seguiré pensando en trabajos en donde la gente conduzca mucho.


Ya acostados en la habitación, los niños cayeron dormidos, extenuados y con la barriga llena. Clarissa se dirigió a su marido.

—Tanto tiempo sin patrullar y aún sigues en modo policía, John. ¿Te puedes relajar un poco? Estamos bien.

—Lo siento, pero no. Si algo ha añadido toda esta maldita pandemia a mi vida, es a desconfiar aún más de las personas. Mucho más de los vivos que de los muertos. Así que, pasemos esta noche y continuemos con nuestra vida.


John y Clarissa se abrazaron y se fundieron en un profundo beso de buenas noches. Ella no tardó en dormirse, sin embargo él, siempre alerta, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza cada vez que cerraba los ojos.

Una hora más tarde, cuando John ya estaba cayendo en brazos de Morfeo, unos sonidos roncos le alertaron. La luz de la luna llena que entraba por la ventana no dejaba lugar a dudas. El viejo de la blanca barba estaba de pie junto a los dormidos mellizos, con los pantalones y calzoncillos bajados hasta los tobillos. John, un policía con mucha calle, amable y con ganas de ayudar a las personas pero que de primeras, nunca se fiaba de nadie. Una náusea llena de bilis le llegó hasta la garganta. Aquel malnacido estaba en trance mientras se tocaba sin dejar de mirar a las inocentes criaturas. Era un pedófilo. El hombre que les había dejado pasar a su casa, era un jodido pedófilo. Un personaje mucho más abominable que cualquier pútrido zombi. John, cogió su pistola y se levantó de un salto tan rápido, que Kram, ensimismado en su trance y sin libertad de movimiento por su ropa en los tobillos, no pudo hacer nada. El padre de familia le sacó de su habitación de un empujón y le llevó a la del propio Kram. Un dormitorio cuyas paredes estaban llenas con fotografías de niños y niñas, nunca mayores de seis años. En una esquina, encima de un escritorio, un ordenador abierto, mostraba más imágenes de otros infantes. 

—¿Qué es esto, asqueroso de mierda? ¿Qué repugnante cosa es esta?

—Yo… A mí me gusta la gente pequeña. No es nada malo. Nunca les haría daño. Son tan bonitos, tan suaves, tan achuchables.

—Tú eres un mierdas. Un ser sin alma que no se merece nada, ni siquiera el aire que respira. Por eso nos dejaste entrar en tu casa. De haber ido sin niños, ya nos podríamos haber muerto mi mujer y yo ahí afuera.


John, como el agente que había visto demasiado sobre la decadencia del ser humano, pero más aún como padre de dos criaturas inocentes, y a pesar de los últimos tiempos convulsos que habían vivido, intentando minimizarlos todo lo posible, gracias a los buenos adultos que habían encontrado hasta la fecha, sacó su pistola. Hizo que el hombre, el dueño de una tienda de dulces, un lugar perfecto para estar  a diario en contacto con niños, se arrodillara. Mentalmente, mientras el cañón de su arma se apoyaba en la frente de aquel barbudo, contó hasta tres y le descerrajó un tiro. El mundo ya estaba demasiado devastado y lleno de caminantes sin alma por culpa del virus, así que el lugar sería un poco menos atroz sin un monstruo como Kram.

Los pasos de alguien que corría se oyeron por el pasillo. Clarissa no pudo contener el grito que escapó de su boca al ver la escena: su marido con la pistola en la mano, el dueño de la casa muerto con un disparo en la cabeza y, un montón de ojos infantiles mirando desde las paredes y el ordenador.

Abandonaron aquella casa muy apesadumbrados pero antes, rompieron el ordenador tirándolo al suelo, quitaron las fotografías para prenderles fuego e hicieron buen acopio de comida y agua. Si todo iba bien, su destino estaba a medio día de dura caminata.