¡¡¡Holaaaaa!!!
Como todos por aquí sois unos humanos la mar de listos, habréis deducido que Marnie, soy yo. ¿No? ¿Tú, no? Bueno, todavía estás a tiempo de pararte a escuchar mi historia.
En la actualidad tengo ya 5 añazos. Sí, lo sé. Increíble, ¿verdad? Por favor, fotos no. Es súper complicado ser la perrita de una influencer tan influenciadora.
Ya nací siendo así de cuqui, una Pomerania con pedigree y lustre.
A lo que vamos, Megan, mi querida y bella dueña, la que siempre tiene a alguien cerca para recoger mis caquitas, empezó a engordar. ¡Y de qué forma! Esto fue a partir del año pasado cuando se casó con Maxwell. A mí no es que me cayese demasiado bien, así que en cuanto le veía comenzaba a ladrar lo más agudo que podía. Pero nada, ellos siguieron con su amor y nos mudamos a una casa aún más grande. Lo mejor de la boda fue el magnífico collar de Swarovski que estrené y las croquetitas de salmón de luxe junto al pastelito de ternera gallega.
Cuando la barriga de Megan parecía que iba a explotar, tuvieron que irse unos días que se me antojaron semanas. Al volver, no lo hicieron solos. Una criatura llorona y pelona de nombre Abby, estaba en brazos de Megan. En los brazos que antes eran de mi exclusividad.
Llena de celos, hice pipí en los zapatos de Maxwell. No podía hacerle eso a mi queridísima Megan por enfurecida que estuviese con el mundo.
Cuando dejaron todas sus cosas y se pusieron cómodos en el sofá, Megan me cogió dulcemente, como siempre, y me acercó a la bebé. Tan pequeña, suave y delicada, con un olor dulzón. Sentí la conexión que había entre las tres. Y ahora somos las reinas super glamurosas de Instagram.
Hasta la fecha, he tenido la mejor vida que un perro puede tener siendo los ojos de Bernabé durante siete años.
Me viene de raza. Mi padres también fueron perros guía para personas invidentes, así como mis dos hermanas. Los tres nacimos en la Fundación ONCE, y desde bien pequeños empezó nuestra formación. Ahora soy un gran Labrador Retriever de 9 años, con algunas canas en mi brillante pelaje marrón, y por eso me llaman Choco.
Al poco tiempo de nacer empezó mi entrenamiento como perro guía. Al principio, como es lógico, me costaba un poquito, ya que era un cachorro sano, lleno de energía, y me gustaba jugar. Luego, me centré en aprender hasta que me gradué con dos años. Éramos unos 140 perros graduados que nos repartiríamos por el país.
Fui inmensamente feliz con Bernabé. También con Claudia, su hija. Ella no vivía con nosotros, pero venía cada día después del trabajo. Es maestra y está soltera. Le gusta preparar a los niños para el futuro, y que luego vayan con sus respectivas familias. No siente que tenga que ser madre para aportar su granito de arena a esta sociedad.
Hará casi un año, a la hora del desayuno mientras Bernabé andaba por la cocina, escuché caer su bol de cereales al suelo. Después, un golpe más fuerte.
Bernabé estaba tendido en el suelo, sangraba por el oído y respiraba con dificultad. No sabía qué hacer, así que me eché a su lado. Cuando Claudia abrió la puerta como cada día, el corazón de Bernabé ya no latía. Su llanto de dolor alertó a los vecinos que llamaron a los sanitarios.
El infarto y el golpe al caer se llevaron a mi dueño.
Ahora vivo feliz con Claudia pero a veces, extraño ser los ojos de mi amigo Bernabé.
No sé cuántas horas llevo encerrado en casa.
Esta mañana se han ido todos. Se han ido, y me han dejado solo. He tenido que hacer mis cosas en casa. La puerta está cerrada, ¿qué podía hacer?
Tengo agua, pero el pienso se me ha acabado, así que he mordido los lápices y los planos que Silvia tiene en su escritorio. Pero no está rico y no es suficiente. Me tumbo frente a la puerta pero no llegan. Decían que iban a hacer unas compras al centro comercial para la fiesta del sábado. Leo cumple seis años. Somos iguales de divertidos y formamos un buen equipo. Nos gusta romper cosas desde pequeños, por eso me llamaron Conan. Por eso, y porque impongo con mi potente físico de Pastor Alemán.
Ya es de noche y ni rastro de Ángel, de Silvia o de Leo.
Siento como la ansiedad va pudiendo conmigo, necesito desfogarme, solo tengo dos años y necesito salir. Muerdo los cojines del sofá y todo se llena de pequeñísimas plumas. Algunas se han quedado enganchadas a mi pelaje.
El sol empieza a salir en un nuevo amanecer y no sé qué hacer. A mí no me importa, pero creo que no les va a gustar como estoy gestionando tanta soledad.
De pronto, un estruendo se oye fuera. También a gente chillando y corriendo. Me asomo a la ventana del salón y veo el coche de mis dueños estrellado contra unos contenedores. La ventana está entreabierta y es corredera. Salto a la acera de la urbanización. Ángel está sentado con el cinturón. Quiere salir, pero no se lo quita ¿? Está muy raro. Me gruñe. Huele a muerte.
Veo a Silvia y a Leo, huelen a ellos mismos. Corremos. Nunca más estaré solo. Les defenderé de los muertos que caminan.
Lo peor de todo, no es disparar, por ejemplo a tu madre o tu a tu hermana pequeña, cuando ves que han sido infectadas. Eso tiene un pase; les vuelas la cabeza y ya está. Lo peor es cuando el infectado es tu perro y tienes que acabar con él.
ResponderEliminarHombre... A mí me impactaría más mi hija que mi perrita convertidas en zombi, sinceramente.
EliminarEn el caso del relato. Solo el hombre ha sido infectado.