Navidad de Terror VI ; Volumen 4
Estoy muy emocionada porque el relato que hoy os comparto fue seleccionado por Lux Ferre Audio para su programa Martes de Terror, entrando por primera vez en el podio con un dignísimo tercer puesto. El cuarto episodio del especial Navidad de Terror 6, con las voces de Rebeca G. Briones, Marián Salgado, Nieves G. Briones, Mª Carmen Briones y Toni López. Podéis escuchar el programa completo AQUÍ.
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Juntos… Qué palabra tan cruel cuando uno tiene que cuidarse de quienes se sientan a su lado. Pero la cena de aquella noche parecía perfecta con los cuchillos deslizándose sobre los platos al cortar el solomillo, las copas tintineando y las risas que pretendían ser un poco menos tensas. Falsamente amables.
Padre presidía la mesa con ese aire de busto romano que siempre tuvo. A su lado, la nueva señora Blumhouse —mi madrastra a la fuerza—sonreía mostrando unos dientes tan blancos que daban miedo. Y frente a mí, sus dos hijas, tan delicadas y perfectas, de esas criaturas que parecen nacidas para patear a los demás con la punta de sus botines.
Yo les serví el vino a los cuatro. Todos bebieron menos yo. Aún no tenía la mayoría de edad y me lo tenían totalmente prohibido, entre otras muchas cosas. Aunque eso sí, padre me ordenó por ser la pequeña, ir a la cocina a por una botella especial para aquella noche… Una gota. Dos. Tres. Cuatro. Y otras tantas hasta que me desconté. Cicuta. No hay aroma, no hay color. Solo un beso en la garganta que se confunde con el sabor a uva. Siempre se me dieron bien esas cosas. Elegí cicuta porque el arsénico huele a almendras, y aquí, en el campo, hasta el aire huele a almendras en diciembre.
—Doris, apenas comes. No te olvides de brindar por la familia. ¡Venga! —inquirió mi madrastra —¡Alza tu copa de mosto!
—Por la familia —repetí.
Y bebí mirando directamente a mi copa para no ver a nadie más porque solo yo sabía lo que iba a pasar.
Antes de que el sopor por comer mucho mazapán empezara a instalarse, mi madrastra me exigió que recogiera la mesa. Desde la cocina se escuchaba tocar el piano mientras padre se reía con alguna excentricidad de mi madrastra. Luego llegaron las toses.
La primera en caer fue Calista, de veintiún años recién cumplidos, justo en la edad para poder haber bebido el vino. Su risa siempre me había parecido insoportable y ridícula. Su copa rodó por la alfombra, dejando un rastro violeta. Después, su madre, Abigail… y enseguida la otra hija de veintidós, Claire, tan altiva, con su cuello de cisne que siempre parecía que iba a quebrarse. Padre fue el último. Siempre lo es con su afán de hacer ver quién manda. Hasta morir. Cuánta prisa se había dado en reemplazar a madre. Ni un año hacía desde que nos dejara a causa de una neumonía.
Todo quedó en silencio y yo me quedé muy quieta. Toda una semana planeándolo y, ahora no sabía qué hacer. El fuego chisporroteaba con furia y por un instante, todo fue perfecto. Pero la perfección es un lujo que nunca dura demasiado, y el viento entrando por la ventana mal cerrada de la cocina me sacó de mi ensoñación. Por suerte, no se rompió ninguno de los cristales.
A la mañana siguiente, el doctor Muriel dijo que había sido una desgracia. Podía haber sido la comida, el vino, quizás algo en mal estado. El párroco habló de la penitencia y del misterio de la Navidad. Y el juez vino hasta en tres ocasiones a preguntarme si noté algo extraño.
—¿No notó usted algo inusual, señorita Blumhouse? —me preguntó el juez por enésima vez.
—Solo el silencio, señor. El silencio justo después de medianoche —dije con mi cara más inocente.
La verdad es que no hallaron pruebas. Ni veneno, ni manchas, ni nada que los ojos puedan ver… El frasco lo arrojé al pozo, junto con mis guantes. Lo hice bien, pues a nadie se le ocurrió ir allí a inspeccionar. Para la policía de entonces era muy fácil creer a una bella joven de buena familia.
Tres días más tarde, después de los funerales, todos se marcharon y la casa quedó mía para siempre. Yo era legalmente poseedora de todo lo que contenía, aparte de la fortuna de padre. Solo tenía que esperar ocho meses hasta cumplir los veintiuno para hacer lo que yo quisiera con mi herencia. Al fin alcanzaría la mayoría de edad.
Desde entonces, durante cincuenta años, cada Nochebuena pongo cinco copas sobre la mesa y sirvo vino en cuatro de ellas. Yo me he mantenido fiel a mi mosto. Dicen que el veneno se hereda. Quizá sea cierto que llevo esa clase de veneno en la sangre. He sabido sacarle partido a la vida, hacer negocios, y casarme varias veces. Por desgracia, ninguno de mis tres maridos, vivió lo suficiente para llegar a pasar más de una Navidad conmigo tras beberse su copa de vino. Una pena.
Ahora voy a apagar la chimenea antes de acostarme. Seguro que tu novio te está esperando con un disco de Elvis Presley sonando. No sé si envidio tu juventud, tu melena, tu minifalda o tus botas altas, pero a mis ochenta años mi cuerpo viejo necesita descansar. Así que es mejor que tú hagas lo mismo, Ophelia.”
Y esta es la historia que me contó en 1970 la señora Doris Blumhouse aquella Nochebuena. A la mañana siguiente no se levantó. Me había invitado a su casa porque yo era la joven vecina que había comprado la casa de al lado para reformarla junto a Greg, mi novio. Sinceramente, aún sigo pensando que necesitaba contarle a alguien lo que había hecho en su vida para poder descansar en paz.

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