Para Zed iban a ser sus segundas navidades con su nueva familia adoptiva. Aunque algo torpe y bastante asustado y desubicado al principio, sentía que estaba viviendo de nuevo junto a los Caray. Peter y Martha, junto al pequeño Max le habían abierto su casa de par en par, así que quería sorprenderlos con algo especial para agradecerles el amor y la paciencia que le demostraban cada día.
Pero aunque Zed vivía feliz con su familia, notaba cómo los demás humanos de la comunidad le miraban cuando salía a hacer cualquier recado. Y es que ser un joven zombi en la nueva realidad postapocalíptica, no era tan fácil. La cosa era que la Navidad se acercaba y tenía que pensar en tres regalos y demostrarles cuánto los apreciaba. Pero despistado como era, lo había dejado para el último día.
En una tienda en la calle mayor del pueblo, en donde se podía comprar de todo, Zed compró un balón de fútbol para jugar con Max, y una cajita de madera con un juego de dominó para Peter. Ya por último y después de dar un par de vueltas por el negocio, el pequeño zombi descubrió el regalo perfecto para Martha, un adorno navideño antiguo. Una preciosa bola de nieve en cuyo interior había las cinco figuras de unos niños cantando villancicos delante de una iglesia.
Zed se había disfrazado para caminar por el pueblo, más bullicioso de lo normal por las fechas. Quería pasar lo más desapercibido posible porque los zombis no eran demasiado bienvenidos. Se había puesto maquillaje de su madre para darle un toque más vívido a su grisácea piel, y también se había lavado y perfumado bien para contrarrestar su característico olor a rancio. Pese a que las medicinas que les habían dado a sus padres adoptivos en el hospital, para contrarrestar y parar el deterioro de un cuerpo no vivo, aún se tardaría un tiempo en que los zombis tuvieran una apariencia más humana. Habían conseguido que una cantidad considerable de ellos pudieran razonar, hablar, valerse por sí mismos y no ser un peligro para las personas. Zed no sentía la necesidad atroz por la carne humana. Su nueva dieta, por el bien de todos, debía ser vegetariana. O mejor aún, vegana.
Cuando ya había pagado sus compras y se dirigía a la puerta para irse de la tienda, el tendero se fijó en el pie izquierdo de Zed.
—¡Oye, muchacho! ¿No eres tú el niño adoptado de los Caray? ¿Uno de los supervivientes de la zona cero?
—…
—¿Te llegaron a morder los zombis?
—No, señor. Soy sólo un niño.
—Pero ese pie zambo, completamente mirando hacia dentro. Cuando entraste caminabas mejor.
—Es que ya es tarde y necesito mi pastilla para los huesos. Mi madre dice que me falta calcio. Por eso soy más bajito que los niños de mi edad, pero tengo casi once años.
Zed sintió miedo. No le había dicho a sus padres que iba a ir al centro porque se lo habrían prohibido. Por un momento pensó en salir corriendo, pero recordó las lecciones de Martha: “Siempre responde con calma, Zed. No todos entienden, pero eso no significa que no puedan cambiar”.
—Sí, señor. Vivo con los Caray desde hace un tiempo. Ellos me adoptaron —Zed levantó la barbilla, tratando de sonar más seguro de lo que se sentía.
El viejo lo miró pensativo, cruzando los brazos. A pesar de su tono desconfiado, había algo en sus ojos que parecía más curioso que hostil.
—Dicen que algunos de vosotros ya no… ya no coméis gente.
Zed se estremeció y asintió.
—Es verdad. Ya no somos peligrosos. Tenemos los cuidados necesarios. Ahora como muchas verduras… y también avena. Mucha avena. —Intentó sonreír, pero sabía que su sonrisa era un poco torcida por culpa de su mandíbula rígida.
El tendero masculló algo entre dientes, pero Zed no supo el qué, así que después de unos segundos que parecieron horas, el niño decidió que era mejor irse ya a casa.
—Gracias por todo, señor. Que tenga una feliz Navidad.
Zed con la bolsa de regalos colgada al hombro se apresuró a salir a la calle, sintiendo las miradas de otros clientes clavadas en su espalda. El frío de diciembre le golpeó en la cara como las miradas recelosas de los desconocidos, pero antes de doblar la esquina, escuchó algo en el callejón junto a la tienda. Su curiosidad infantil le hizo asomarse con cuidado. En la penumbra, vio a un niño humano, un poco más pequeño que él, acurrucado junto a unas cajas. Su ropa estaba desgastada y tiritaba de frío.
—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? -preguntó Zed, acercándose poco a poco.
—No te acerques… Eres un zombi de esos, ¿verdad? —dijo el niño con ojos asustados mientras retrocedía.
Zed se detuvo y levantó las manos en señal de paz.
—Te juro que no voy a hacerte daño. ¿Tienes dónde ir?
—Mis padres ya no están. Me escondo donde puedo.
Una punzada recorrió el cuerpo de Zed. Recordó cómo se sintió cuando perdió a su familia antes de que los Caray lo encontraran.
—Ven conmigo -dijo, ofreciéndole la mano-. Mi familia puede ayudarte.
Algo en los ojos de Zed lo hizo confiar.
—¿De verdad? ¿No les importará que vaya contigo?
—Si pudieron aceptarme a mí, también podrán aceptarte a ti —contestó Zed, sonriendo con más confianza-. ¿Cómo te llamas?
—Mi nombre es Milo.
Cuando Zed llegó con Milo a casa, Peter, Martha y Max lo recibieron con calidez. Martha se arrodilló frente al niño y le pasó la mano por el cabello despeinado y le preguntó si tenía hambre. Milo asintió tímidamente, y la mujer lo condujo adentro,seguida por Peter. Max se quedó atrás, mirando a Zed con los brazos cruzados.
—¿Siempre tienes que ser el Héroe Justiciero? —preguntó Max sarcásticamente pero con un destello de admiración en sus ojos.
—No sé. Supongo que alguien tiene que hacerlo —dijo Zed cogiéndose de hombros.
Max rodó los ojos, pero no pudo evitar sonreír mientras seguía a los demás.
Aquella noche, Zed entregó los regalos que había comprado. A Max le encantó el balón y prometió enseñarles a Zed y a Milo a jugar bien. Peter le agradeció el dominó, diciendo que haría un torneo en familia. Y Martha, al ver la bola de nieve, abrazó fuertemente al niño con emoción y lágrimas en sus ojos.
Mientras cenaban todos juntos, incluido el nuevo miembro sentado con ellos, Zed miró alrededor de la mesa y sintió que aquello era la prueba irrefutable de que la vida podía ser como la que tenía antes de convertirse en zombi.
Afuera, la nieve había comenzado a caer, cubriendo el mundo con su blanco manto. Y aunque la vida seguía siendo complicada, Zed sabía que había esperanza para los zombis y los humanos. Al menos, en aquella pequeña casa llena de amor.