18/06/2024

Cuando se rompe la pecera

 
Relato presentado para el VIII PREMIO DE ESCRITURA BREVE Diario de Madrid


«Todos los personajes y situaciones descritas en este texto son ficticios. Cualquier parecido con personas reales, ya sean vivas o fallecidas,

como con eventos reales, es pura coincidencia».


La entusiasta y bella Rebeca, nació media hora antes de la entrada a 1980. Bella de cara y con un cuerpo en excelente forma a base de sana alimentación, ejercicio y mucho esfuerzo, echaba de menos cualquier tiempo pasado pues según ella, siempre fue mejor.

Ella siempre había sido la niña de papá y podría decirse que el complejo de Electra nadaba con ella en el agua de su pecera particular. Era la forma en la que ella percibía y afrontaba la vida. Su difunto padre, un hombre exitoso, fue su referente masculino de niña y adolescente. Él que siempre la protegía ante los regaños de su madre. Su marido, al que conoció muy joven y con quien llevaba casi veinticinco años de matrimonio, era un hombre fantástico. Él era diez años mayor que ella y su nueva figura de poder, estatus y protección. Su estandarte ahora que su padre había muerto. Un gran abogado de extenso currículum y sueldo desahogado que mantenía a su mujer e hijos. Rebeca también presumía de los buenos estudiantes que eran sus dos hombretones. 

Rebeca no era feminista. Es más, sus interacciones en redes sociales, se centraban cada vez más en opinar sobre otras mujeres. O mejor dicho, disparar ataques con tintes misóginos disfrazados bajo capas de condescendencia, falsa modestia y controlada crispación. Ella decía estar preocupada por las mujeres que se enseñaban demasiado y proclamaban su libertad a los cuatro vientos pero que luego se quejaban públicamente de no encontrar a un hombre de "alto valor" para ellas. Entonces, Rebeca escupía todo su veneno en sus réplicas. Ella opinaba aunque nadie pidiera su opinión, dejando entrever que ella era mejor que aquellas mujeres. Más inteligente y más digna porque tenía un marido que le proporcionaba la vida que quería y necesitaba, del cual se conocía su aspecto porque Rebeca se encargaba bien de subir fotos de ellos dos mirando a cámara felices y sonrientes. Eran la viva imagen de una bonita y perfecta pareja.

Sí. Rebeca era tan feliz con su marido que se veía en la obligación de mostrar a todo el mundo lo bien que les iba para que todas las feministas o quienes no pensaran como ella, rabiaran al verlos. Ella era tan feliz con su hombre, abanderando lo que para ella era la única felicidad a la que una mujer podía aspirar. Rebeca creía firmemente que las mujeres al pasar los cuarenta, se daban contra un muro de realidad, cuando los hombres dejaban de mirarlas como mujeres que podían darles estabilidad y niños para formar una familia. Que una mujer soltera o divorciada era lo peor para un hombre y si tenía hijos, aún más, porque ¿qué hombre en su sano juicio las iba a querer? Que las mujeres tenían siempre la culpa por no hacerse respetar y a las que violaban, era porque iban provocando al instinto de los hombres. Rebeca decía esto y mucho más en sus redes sociales, incluso la habían baneado alguna vez por sus formas. Pero ella luchaba contra viento y marea. Si no pensaban como ella, es que estaban contra ella. Algo que no podía soportar. 

 

Pero quería el destino que aquella noche Rebeca tuviera que irse a dormir sola. La casa estaba en silencio porque sus hijos pasaban el fin de semana en la costa con sus tíos. Su marido, un hombre incansable y fiel al trabajo, debía quedarse trabajando hasta tarde aunque fuera viernes. Pero aunque los hombres, como ella bien sabía, no eran monógamos por naturaleza y había que respetarlo, su marido no era así y confiaba plenamente en él porque como buena esposa, ella le daba lo que necesitaba. Ella creía que una señora de bien era: una dama en la calle y una puta en la cama, para que el marido no tuviera que buscar fuera lo que no tenía en casa. 

**********

Antes de meterse en la cama, vio que la bolsa de la basura estaba llena y olía mal, así que se calzó sus deportivas y salió a la calle con las mallas grises y una ancha camiseta que vestía para estar en casa. El vecindario estaba en silencio porque la mayoría había empezado las vacaciones. Mientras se dirigía hacia los contenedores su mente se quejó de lo lejos que estaban. Normalmente aquello lo hacía alguno de sus hijos. Al lanzar la basura dentro suspiró y volvió sobre sus pasos. Mientras caminaba por la calle poco iluminada, un desconocido se le acercó de no se sabe dónde y comenzó a chistarle. Rebeca se sobresaltó y aceleró el paso, pero el hombre la siguió. 

—Oye guapa. Ven aquí.

El hombre la agarró del brazo y a ella se le encogió el estómago. Rebeca se sintió atrapada, consciente de que estaba sola en la oscuridad con un extraño cuyas intenciones no aparecían nada buenas. La estaba agarrando con fuerza, impidiéndole escapar. Rebeca estaba bloqueada y no podía reaccionar. Era la primera vez que le ocurría algo así. Sintió un escalofrío recorrió su cuerpo cuando al fin intentó zafarse, pero el hombre era mucho más fuerte que ella.  Él comenzó a hacer comentarios lascivos mientras la magreaba con una mano por encima de la ropa. Una lágrima empezó a rodar por la mejilla de la mujer mientras él metió la otra mano por debajo de la camiseta para darse cuenta de que no llevaba sujetador. Luego, bajó hasta la cinturilla de las mallas y palpó el vientre plano de Rebeca. Justo cuando iba a adentrarse en sus bragas el perro de una casa cercana empezó a ladrar. Eso pilló desprevenido al hombre y Rebeca aprovechó para salir corriendo. Las luces de un porche se encendieron y de la casa salió un hombre que sacaba a su perro, así que el acosador se retiró y no fue tras Rebeca.


Ya en casa, la mujer se derrumbó y empezó a llorar mientras temblaba. Cogió su móvil para llamar a su marido pero tras unos tonos, saltó el contestador. Aunque no hubo golpes físicos ella sintió que había sido agredida y una experiencia traumática. Jamás se había sentido tan vulnerable y con tanta falta de control. Qué iba a pensar la gente. Cómo le había podido ocurrir algó así precisamente a ella, si no iba maquillada, tampoco escotada o con minifalda. Si no iba pidiendo guerra. ¿Cómo le iba a contar lo sucedido a su marido? 

Al fin dejó de llorar tras darle infinitas vueltas a aquella pesadilla cuando dos horas más tarde, su marido entraba la puerta visiblemente cansado, ojeroso y despeinado. 


—¡Por fin llegas, cariño! 

—Perdona, nena. No miré la hora pero al fin dejé todo el trabajo zanjado para poder irnos a Miami. ¿Qué haces despierta? Te hacía durmiendo. ¿Has llorado? 


Ella estaba intentando encontrar la manera de contarle el mal trago que había pasado cuando vio el rojo de lo que parecía pintalabios en el cuello de la camisa de su marido, pero Rebeca no quería hacer ningún drama con lo que a todas luces, podría parecer una deslealtad a su matrimonio. Miraría hacia otro lado porque al fin y al cabo, los hombres eran así. Se engañó pensando que habría sido un pequeño desliz sin mayor importancia y rompió a llorar al narrarle el encuentro con el desconocido.

En cuanto la noticia del asalto a Rebeca se esparció entre su círculo social, las mujeres en especial, la miraban con una mezcla de condescendencia, morbo y desdén. De la noche a la mañana era blanco de rumores, comentarios despectivos y miradas juzgadoras de quienes antes consideraba amigas y conocidas. La misma comunidad en la que solía encontrar apoyo ahora no la creían. Su marido le pidió el divorcio porque aquello estaba manchando su nombre. Totalmente abatida, Rebeca estaba experimentado en carne propia el peso del escrutinio público y la hipocresía de sus propias acciones pasadas y ahí fue cuando la ya resquebrajada pecera en la que Rebeca vivía terminó por romperse, clavándose los añicos en sus carnes y explotando sus burbujas de tranquilidad. 

11/06/2024

Caníbales

Relato presentado a T.ERRORES: METAMORFOSIs
(DENTRO DEL MONOLITO)


Lo que primero me llamó la atención de Celia fueron sus clavículas. Podía mirar sus bellos ojos mientras me hablaba y detenerme en sus jugosos labios cuando me decía cosas pero irremediablemente seguía bajando, encontrándome absorto con mis pensamientos apoyados en sus huesos cual elegante percha. 

Celia era bella, inteligente y pulcra, y se hizo mi amiga el primer día. Tampoco es que aquello fuera algo extraordinario, pues nada más vivían cinco familias en aquella aldea a la que mi madre y yo nos acabábamos de trasladar. Podíamos hablar de series, música o libros durante toda la tarde pero, de lo que más le gustaba hablar era sobre la comida. Siempre tenía hambre, pensando en la merienda junto después de comer, y en la cena tras merendar, y aún así, Celia era como un maniquí. Como una bailarina en puntas, delgada y fibrosa, en el borde de un peso inferior a lo médicamente aconsejable.

Al mes de nuestra llegada a aquellas tierras, Celia me dijo que su familia nos invitaba a su casa a mi madre y a mí, para celebrar el final de las vacaciones de verano con una gran cena. Entusiasmado por lo bien que nos iba por fin en la vida, fui corriendo a contárselo a mi madre. 

—¡Mamá! Celia y su familia nos han invitado este viernes a cenar a su casa. 

—¿Sí? Vaya… Qué majos son. Les llevaré nuestra miel para que la prueben y quizás puedan ayudarnos a que se corra la voz. Si puedo venderla por la zona al tiempo que sigo con la venta online, pues mejor. 

—Es demasiado bueno todo lo que nos está pasando, mamá. Nunca antes nos habían recibido tan bien, la gente de ciudad suele ser más estirada. Es más, todo el mundo nos mira con ojos brillantes y enormes sonrisas. 

—Sí. Ahora que lo dices… Seamos cautos, hijo. Normalmente siempre hemos sido los raros e incluso perseguidos por nuestra forma de vida, tan ligados a la naturaleza y sobre todo, al influjo de la luna y a los animales. 

—Ojalá papá estuviera aquí y no tuviéramos que estar huyendo de los cazadores. 

—Lo sé cariño. Pero piensa que gracias a él, nosotros estamos aquí y tú tienes toda la vida por delante.


El viernes estábamos puntuales en casa de Celia. Nos abrió la puerta Martín, su padre, que nos dio un fuerte abrazo. Mateo, el hermano pequeño, estaba viendo la tele justo cuando Claudia, la madre, aparecía en el salón limpiándose las manos en el delantal. 

—¡Bienvenidos! ya podéis sentaros todos a la mesa  que ahora mismo sirvo la cena. 

—Muchas gracias por la invitación. Os he traído un poco de la miel que hago yo misma para que la probéis. 

—¡Ay, qué lástima! Jacobo, ¿no le dijiste a tu madre que somos veganos? Lo siento, Manuela. No comemos nada de origen animal. 

—¡Ay! Siento enormemente este malentendido. 

—No pasa nada, mujer. Y ahora, vamos a comer. 
Mi madre me echó una extraña mirada. Yo sabía que no estaba enfadada conmigo por no haberle dicho nada sobre el veganismo de la familia. De hecho, era la primera vez que escuchaba que eran veganos y aunque la cena transcurriera apaciblemente, mi madre y yo sentíamos que algo no cuadraba en el ambiente.

El primer plato consistió en crema de puerros, que comí con desgana, pero de segundo, me sorprendieron de buena manera unas sabrosas hamburguesas a base de lentejas cocidas y tofu. De postre hubo sorbete de limón y grosellas. Al final, mi madre y yo teníamos el estómago tan lleno que podíamos salir rodando. 

Celia estaba bellísima aquella noche, sus labios me sonreían, sus ojos me miraban con una chispa que no lograba descifrar, sus clavículas se le notaban más que nunca y sus platos acabaron casi intactos… los suyos y los de su familia. 

—Oye, Claudia —dijo de pronto mi madre—. 

—¿Sí? —contestó la mujer arqueando su ceja derecha. 

—La cena ha sido apta para veganos y dices que los sois pero, ¿vosotros no tenéis chorizos y jamones en la despensa? Aparte que en la cocina he visto una máquina para hacer carne picada.

—Pero qué observadora eres, Manuela. No se te escapan los detalles. 

De pronto, Celia y su padre se pusieron detrás de nosotros que nos amordazaron y ataron con cuerdas a nuestras sillas. 

—Nosotros no comemos animales, pero eso no quiere decir que no probemos la carne —habló el padre—. Normalmente nos alimentamos de viajeros descarriados, ya que muchos se pierden haciendo el Camino de Santiago. Pero vosotros habéis decidido vivir aquí en medio de la nada. Y si no hemos probado la cena de hoy es porque lo bueno, para nosotros al menos, viene ahora. Vosotros seréis nuestro alimento.
Mi madre y yo nos lo decíamos todo a través de los ojos, teníamos que estar seguros de los pasos a seguir, pues si elegíamos mal, todo podía irse al traste. Claudia cogió un enorme cuchillo. Su padre había decidido que ella se encargaría de hacerme el corte en el cuello de tal manera que me desangrara. Pero en el instante en el que la punta pinchó mi carne, el destello en los ojos de mi madre dio el pistoletazo de salida a nuestro plan. Desde la punta de la cabeza hasta las plantas de mis pies, me fui desvaneciendo ante la incredulidad de la familia caníbal, transformándose mi cuerpo en cientos de gusanos. Esos gusanos blancos que se comen la carne corrompida de los cadáveres. Mi madre procedió a sufrir la misma metamorfosis que yo. Las cuerdas y nuestras ropas cayeron al suelo. Celia y su hermano empezaron a gritar. La madre se llevó la mano a la boca asqueada ante la visión de las lombrices y el padre sacó a la familia de allí. Los gusanos se juntaron de nuevo y nosotros cogimos la forma de dos murciélagos logrando salir por una ventana hasta llegar a nuestra casa, donde volvimos a asumir nuestras formas humanas. Cerramos puertas y ventanas, asegurándonos de estar a salvo. Nos dimos cuenta de que habíamos subestimado a aquella gente. Estábamos agotados y sin tiempo para procesar lo que acababa de suceder pero sabiendo que debíamos huir.
Con urgencia apremiante, me transformé en caballo y mi madre empezó a empacar algo de ropa y comida en mi negro lomo. Sabíamos que nuestra forma humana nos hacía vulnerables, y necesitábamos recurrir a nuestra capacidad para transformarnos, así que ella asumió también la forma de una majestuosa yegua. Nuestros relinchos resonaron en mitad de la noche y emprendimos la huida al galope. La velocidad y el viento nos hacía sentir libres mientras escapábamos y la luna iluminaba nuestro camino sin saber por qué dos buenas personas con el don de la metamorfosis animal no podían vivir en paz. Pero ahora estoy aquí, quince años después, donde encontramos la felicidad. Fuimos dando algunos tumbos más hasta llegar a esta isla en donde todos tienen el mismo poder sobrenatural que nosotros.
Ahora estoy absorto con las clavículas, los ojos, los labios y la personalidad de Irene, mi mujer, y miro a nuestra niña mientras duerme y sonrío al recordar que cuando estornuda, se transforma en colibrí, luciérnaga o mariposa, y que es una cosa que debemos trabajar con ella.

04/06/2024

Conjuntivitis

 
CONCURSO DE RELATOS 42ª Ed.
La metamorfosis de Kafka
Blog: El Tintero de Oro


La llave giró dos veces, se abrió la puerta y volvió a cerrarse con llave. Mario entró en el salón y dejó caer su bolsa de trabajo con gran fastidio porque no le gustaba lo que veía. Su mujer y su hija dormían en el sofá mientras el suelo estaba abarrotado de juguetes y cachivaches de la bebé.

Mario torció el morro. En los dos años que tenía su hija, su mujer se había abandonado y no hacía demasiado en casa. 

—¡Alicia! ¿Te parece que son horas para dormir?

La mujer se despertó sobresaltada y la niña comenzó a llorar. Mario puso cara de asco al ver los ojos de Alicia. 

—¿Otra vez los tienes así? 

—¿Y qué puedo hacer? La niña está siempre pegada a mí. No me deja ni a sol ni a sombra y le gusta besarme en los jitos, como dice ella, y no me libro de la conjuntivitis. 

—No, Alicia. Así no son las cosas. Yo me mato a trabajar y tú sólo debes cuidar de nuestra hija y mantener la casa ordenada. ¿Pido tanto? ¡Que estoy casi diez horas fuera de casa!

—¿Te parece poco poner lavadoras, hacer la comida, las camas, ir a la compra, barrer, limpiar y fregar mientras la cuido? ¡Hasta hago de vientre con ella dentro del baño! ¡No tengo tiempo para mí! Ni dibujos, ni tablet. Nada. Sólo quiere a mamá.

—Eso es. Antes te arreglabas y te ponías guapa. Ahora pareces una chacha, Alicia. 

—Ese es el problema y tú no lo ves. Ya no soy Alicia, sino la mamá de Aitana. 

—¿Y qué quieres ser? ¿Astronauta? No me hagas reír. Mírate. Da angustia verte.


Alicia cogió a su hija y la sentó en el sofá para ir a encerrarse al baño del dormitorio. Echó el pestillo y dejó correr el agua del lavabo para mojarse el sofoco y la rabia. Sus ojos estaban rojos y las pestañas pegadas por legañas amarillentas. Su cabello estaba enmarañado, sin brillo ni forma y, aquel michelín, recuerdo del embarazo, permanecía ahí después de 24 meses.

Antes hubiera roto a llorar, pero ya no le quedaban lágrimas en aquellos ojos enfermos que le devolvía el reflejo. 

La verdad es que Mario tenía razón. Ella daba pena, miedo y asco. Era difícil encontrar a la bella Alicia de antaño bajo aquella apariencia. Su matrimonio estaba muerto, como muerta estaba ella. 

Alicia salió del lavabo para dirigirse al salón y hablar con Mario.


—Si no te importa. Déjame dormir sola en nuestra cama. Tú puedes hacerlo con la niña y así estás con ella. Mañana es sábado sin madrugones para tí. Matamos dos pájaros de un tiro. Tú compartes tiempo con tu hija, y no tienes que estar con esta horrible mujer. 

—Como quieras. Tú siempre tan dramática. Pasemos una noche tranquila y mañana te pones las pilas. ¿Vale? 

Alicia murmuró algo e hizo una mueca que quería parecerse a una sonrisa, sin lograrlo, y se fue a la cama sin cenar. 

Mario y Aitana cenaron, vieron un poco la televisión y se fueron al dormitorio infantil, donde el padre leyó un cuento a la niña hasta que ambos cayeron dormidos. 


Alicia, pasó una noche llena de pesadillas y delirios. Su temperatura corporal la hacía sudar tanto que parecía que acababa de salir de la ducha. Su pelo y su piel estaban empapados, y su camisón pegado al cuerpo. Su corazón andaba tan taquicárdico que le dolía el pecho. Alicia parecía estar adherida a la cama mientras sus ojos no dejaban de excretar una pus espesa y maloliente. Temblaba, y la cabeza le iba de derecha a izquierda mientras esputos de sangre oscura salían por su boca. Sólo con los primeros rayos de sol, dejó de moverse. 


Casi medio día y Alicia no había salido de la habitación. Mario y Aitana se habían despertado un par de horas antes, desayunaron y se fueron al parque para dejar a la madre dormir. Al llegar de la calle, Mario volvió a cabrearse para sus adentros con Alicia. ¿Cuándo iba a despertar de su letargo? ¿Es que no se daba cuenta de que se estaba cargando a la familia? Mujer vaga y egoísta. Tenía una vida por las que muchas suspirarían.

El hombre dejó a Aitana en su parquecito y fue al dormitorio. La persiana estaba subida completamente y la luz era cegadora. El balcón estaba cerrado y Alicia se daba cabezazos contra su puerta. 

—Alicia, ¿qué haces? 

Alicia se giró. Su camisón tenía restos de sudor, pus, sangre, orina y excrementos. La cama y el suelo que iba desde ella hasta el balcón, estaban llenos de aquel mejunje que embadurnaba a la mujer. Estaba lívida y con los ojos cerrados por una insultante cantidad de legañas. Sus ojos, eran costras. 

Estaba ciega pero podía oír. Al escuchar la voz de Mario fue directa hacia él dispuesta a morderle. Por suerte para él, pudo esquivar aquella boca sanguinolenta y nauseabunda, salir, cerrar la puerta y ponerse a salvo junto a su hija…


Poco después, los informativos de todas las cadenas del mundo, hablaban de lo mismo. La extraña infección de conjuntivitis que estaba afectando a mujeres. Generalmente jóvenes y con hijos a su cargo, aunque también podía verse en adolescentes y mujeres mayores, sin importar su condición social. También decían que lo más alarmante era que podría derivarse de depresiones sin diagnosticar ni tratar.



897 palabras

01/06/2024

Líneas colapsadas

VadeReto de Junio 2024


Aureliana tenía ganas de divertirse aquel fin de semana, por lo que al ver la feria, dio marcha atrás en la autovía con su Harley Davidson, y cogió la salida que se había pasado para poder llegar hasta ella.

Era temprano, así que prácticamente el recinto estaba vacío de visitantes. Una caseta llamó la atención de Aureliana. La pequeña tienda era de rayas, intercalando los colores rosa, violeta y amarillo, y en cuya entrada podía leerse:

«Descubre tu Futuro con Madame Rose»

La cortina de cuentas se abrió de golpe cuando la mujer entró haciendo una especie de pirueta, pues casi se cae al haberse tropezado en la entrada. Madame Rose, no pudo ahogar un pequeño y agudo grito.

—Buenas tardes. Siento asustarla, pero deberían arreglar esa madera de ahí fuera.

—¡Ay! Lo siento mucho. ¿Se encuentra bien? Puede pasar y sentarse. ¿Quiere que le mire el futuro? 

—Sí. A esto venía. Jamás visité un lugar así pero como dice el refrán, nunca es tarde si la dicha es buena. 

La mujer se sentó frente a Madame Rose que miró detenidamente la mano derecha de Aureliana. Después la izquierda. Escrutó ambas manos tanto juntas como por separado mientras la vidente negaba con la cabeza y murmuraba algo para sí misma. Luego, sacó su baraja de tarot favorita para ver si así, podía descubrir algo sobre el porvenir de la señora que tenía delante.

—¿Qué pasa? ¿Ve algo o no? 

—Es que no entiendo qué está pasando. Es la primera vez que me ocurre algo así. 

—Bueno. Le pagaré igualmente. Dígame lo típico que le dice a todo el mundo. Que voy a hacer un bizcocho para mis nietos y que hasta mi nuera me adora. 

—Usted sabe que no puedo decirle eso, ¿verdad? Porque no tiene nietos, ni hijos y nunca ha estado casada.

—Sorprendente. No es una charlatana pero, ¿qué hay de mi futuro? 

—No me sale nada y estoy tan sorprendida como usted. Las cartas me dicen que se dirigía a encontrarse con dos amigas pero que la feria hizo que le dieran ganas de acercarse un rato. 

—Impresionante. Todo eso también es cierto.

Aureliana estaba con la boca abierta. Madame Rose no era ninguna vendehumos sacacuartos, pero le empezaba a hartar que no le dijera nada de lo que iba a ocurrirle después de aquel día. 

—Por último —prosiguió la tarotista—. El oráculo revela que al intentar coger la salida, usted ha sufrido un accidente…

—¿Accidente? Yo no lo llamaría accidente a lo ocurrido. Sólo me tropecé al entrar aquí.


De pronto, la cortina de la tienda se abrió. Era Míchel, el del puesto de la pesca de patitos, que llegaba bastante nervioso. 

—¡Rosa, Rosa! Creo que esta tarde está medio perdida.

—¿Y eso? ¿Qué pasa? 

—La policía ha cerrado el acceso a la feria por un accidente mortal. Un camión se ha llevado por delante a una señora mayor que estaba dando marcha atrás con su Harley. 

Madame Rose se quedó consternada. La silla de la clienta estaba vacía y la tirada seguía encima del mantel negro, junto a un billete de diez euros.

—¿Qué te pasa Rosa? ¿Estás bien? Te has quedado lívida.

—¡Ay, Míchel! Creo que además de echar las cartas y leer las manos, tengo un nuevo don, y no sé si me gusta.