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—¿Cómo estás esta mañana, Aquilino? Hoy hay tu comida favorita: sopa de estrellitas y tortilla de patatas —dijo Víctor, el sonriente enfermero.
—¿Con cebolla?
—Siempre con cebolla para ti.
—¿Aún te acuerdas de cuando comíamos patatas pero no así, Rafael? Hasta las mondas nos parecían buenas cuando éramos unos zagales.
—Aquilino, yo no...
—Ya sé que no nos hemos visto en veinte años. ¡Estás hecho un buen mozo! ¿Te has casado? ¿Tienes críos? Pobrecita tu madre, que en gloria esté. Me lo dijo Antoñita el año pasado.
—Aquilino... De verdad. Yo no...
—Tranquilo. Coge esa silla y siéntate. Tengo un poco de neumonía y por eso estoy en este hospital. A ver si viene mi Candela y la conoces.
Aquilino se había olvidado por completo de su realidad. La que le situaba en los años veinte del siglo XXI, a pocos días de soplar noventa y dos velas. Nacido en 1932, la Guerra Civil le pilló siendo un niño.
—Amigo mío —siguió. Me apenó mucho el no haber sabido casi nada de tu vida durante estos años. Yo me casé con Candela, la hija del boticario. No tenemos familia y, me temo que no tendremos, pues no le aguantan los críos en el vientre. La pobre llora cuando cree que no la escucho, pero yo no sé qué decirla. No es culpa suya...
Nos hemos venido aquí a Madrid porque me salió un trabajo de chófer. Me saqué el carné haciendo el servicio militar. Me gusta tanto estar al volante que no me lo pensé. A ver si en dos días me dan el alta y vuelvo a las calles. ¿Y tú qué? —Suspiró Aquilino antes de continuar—. Me enteré por mis suegros que tu madre y tú os habíais marchado del pueblo por los rumores. Que en Barcelona tu madre servía en casa de unos señores ricos. Si bien es cierto que tú y otros zagales del pueblo no teníais padre porque vuestras madres quedaron embarazadas sin estar casadas, o tan siquiera ennoviadas. Entonces nos cambiaron de párroco. A don Agustín se lo llevaron y dicen que lo fusilaron. Y que tu madre y otras cinco mozas germinaron seis criaturas del padre pecador. Pero a mi eso no me importa, Rafael. Siempre fuimos amigos. Y aunque yo siempre tuve padre y madre, soy el séptimo hijo del cura. Mi madre conoció a mi padre estando embarazada de dos meses. Se lo contó al poco aun con miedo a que la dejase por ello. Pero él la quería tanto, que le juró que cuidaría de ella y de mí como si fuese de su propia sangre. De esto me enteré hace poco, cuando mi padre murió. Así que, Rafael, además de mi amigo, eres mi medio hermano.
Aquilino, después de soltar aquello en uno de sus recuerdos no borrados por el Alzheimer, cerró los ojos y exhaló el aire de sus pulmones. Perplejo por lo que le había contado, Víctor sólo pudo certificar la muerte del residente.
Es muy triste lo del Alzheimer. Espero que algún día se encuentre alguna cura. Por lo menos el de tu relato conservó sus antiguos gratos recuerdos. Un abrazo.
ResponderEliminarGracias, Federico. Es una pensa hacerse mayor🌻
Eliminar¡Qué triste y qué real! Como la vida misma. Me ha emocionado. Un abrazo!
ResponderEliminarGracias de corazón, María Pilar 💗
EliminarSiento una profunda tristeza cuando a una persona querida se le están borrando recuerdos. Se que es así y de momento no se sabe más sobre esta enfermedad pero es duro vivirlo de cerca.
ResponderEliminarEl relato es precioso. Abrazo grande
Muchas gracias 🌷💕
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