Desde su rincón en el cielo, Astrea contemplaba el mundo que un día juró proteger.
Aquel planeta había cambiado demasiado. Aunque la Tierra brillaba todavía, su luz se había vuelto impura, teñida de humo y promesas rotas. Frente a ella, la balanza colgaba inmóvil, sin peso ni propósito, oxidada por siglos sin uso. No había lugar para los justos en aquel mundo.
Recordó cuando los hombres pesaban el bien y el mal con manos temblorosas, tratando de encontrar el punto exacto del equilibrio. Pero ahora, no. Ahora solo pesan oro, palabras vacuas y mentiras urdidas. Astrea intenta sin éxito mover los platillos. El aire cósmico no obedece a sus deseos porque no hay nada que medir.
El universo calla y en los platillos solo reposa el polvo de lo que fue justo. En ese momento Astrea comprende que la justicia, sin fe que la sostenga, no tiene masa.
Ella cierra los ojos y suelta la cadena dejando caer la balanza. En la Tierra, nadie parece haber sentido el temblor. Solo una constelación se apaga en la inmensa oscuridad del universo: Libra.
La justa Astrea da la batalla por perdida y se compadece de las pocas personas que creyeran que ser justos era lo mejor que se quedaban en un planeta, cada vez menos azul y más negro.
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