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Tras el desayuno, Mateo apuntó magdalenas a la lista. Mientras se ataba las botas, silbó. Afuera, la brisa mecía los olivos, y el canto de los pájaros era más insistente que de costumbre.
—¡Trufa! ¡Vamos, chica, que toca ir al pueblo!
La joven bodeguera ignoró la orden y el hombre frunció el ceño, asomándose al porche. Estaba ella bajo un árbol meneando el rabo alegremente con un pajarillo en la boca.
—¿Otra vez? ¡Por el amor de Dios! —suspiró, saliendo de casa con resignación—. ¿Cuántas veces te he dicho que no se cazan, no se comen, y tampoco se juega con ellos?
La perrita agachó las orejas y soltó al jilguero que quedó sobre la tierra como una nota disonante. Mateo se acercó a ella y le acarició la cabeza.
—Eres muy bestia. ¿Sabes? Una bonita y cabezota.
Entró a la casa a por la lista. Martes. Huevos, leche, tomates y pienso, entre otras cosas. Cerró con llave y subió al coche, y con un par de palmadas en el asiento, Trufa se subió en la parte de atrás.
La carretera estaba desierta. Como casi siempre. Eso le gustaba a Mateo, sin ruido, sin pitidos, sin domingueros. Hasta que en la última curva antes del pueblo, frenó en seco. Había alguien en mitad del asfalto.
Estaba inmóvil en medio de la línea continua, y parecía llevar ropa de trabajo. Vestía chaleco amarillo y pantalones grises, ambos con rayas reflectantes. Tenía la cabeza ladeada, como si se le hubiera desencajado el cuello y los brazos le colgaban con una rigidez rara, como si no recordara del todo que los tenía.
Trufa soltó un gruñido grave, casi inaudible. El pelo del lomo se le erizó como una cresta. Tenía las orejas tensas hacia adelante, el morro cerrado, y los ojos fijos en aquel hombre.
—Tranquila, chica —dijo sin mucha convicción.
Jamás la había visto así ante cualquier extraño.
Miró de nuevo al hombre y bajó despacio, dejando la puerta entreabierta. Se acercó pensando que no parecía haber escuchado el motor del coche, ni su voz. Su cara tenía un tono ceniciento y la mandíbula le colgaba un poco, babosa.
Mateo tragó saliva. Aquel tipo parecía colocado o enfermo. O ambas cosas.
—Jefe, ¿está bien? —preguntó, manteniendo la distancia.
Silencio. Mateo solo dio un paso más.
El hombre alzó la cabeza con un movimiento espasmódico. Sus ojos estaban enrojecidos y vidriosos, con una mirada vacía, como si vida. Entonces abrió la boca y dejó escapar un sonido sordo, como un gemido roto. Y fue cuando, con un crujido apenas audible, se enderezó y dio su primer paso.
Aquel desconocido se acercaba a Mateo con la boca abierta y los brazos estirados. El hombre de campo, que solamente quería hacer la compra, no esperó más. Le plantó ambas manos en el pecho y lo empujó con fuerza. El hombre cayó pesadamente hacia atrás, sin apenas resistencia, y se oyó un crujido, como el de una rama rota.
—Vamos, no me jodas —murmuró Mateo contrariado—. Encima le habré roto algo.
El hombre no se quejó ni gritó. Ni siquiera se llevó la mano a donde fuera que se hubiera hecho daño. Se quedó un momento tumbado con los ojos clavados en el cielo, y luego intentó ponerse de pie otra vez. Pero parecía una marioneta de hilos. Eso fue lo que le dio más miedo a Mateo. Volvió al coche a toda prisa. Trufa lo recibió con lloros impacientes.
—Ya, bonita, ya. Nos vamos cagando leches.
Metió primera y salió pitando hacia el pueblo. Daría parte a la Guardia Civil. Tal vez era una droga de esas sintéticas que volvían a la gente loca. O alguien fugado del psiquiátrico. No sería la primera vez.
Cuando al fin llegó al pueblo, vio entonces a una mujer corriendo. Llevaba la ropa rota y manchada de tierra y sangre. Al ver el coche, alzó los brazos desesperada y se puso delante de él. El coche frenó.
—¡Ayúdeme! —gimió ella—. ¡No me deje aquí!
Mateo bajó la ventanilla solo un dedo.
—¿Qué pasa? ¿Está herida?
La mujer temblaba y tenía los labios resecos y partidos.
—No me han mordido. Le juro que no me han atacado.
Trufa volvió a gruñir en el asiento trasero, agazapada. Mateo dudó pero abrió la puerta.
—Entre despacio y dígame qué está pasando.
Ella entró de un salto y cerró la puerta a toda prisa. Pasaron algunos segundos callados, solo el sonido del motor y el jadeo de Trufa llenaban el coche.
—Todo empezó el viernes —dijo la mujer al borde del llanto—. En el hospital, incluso en las ambulancias. No sabíamos qué pasaba… personas que morían y resucitaban… y mordían a la gente. Les arrancaban la cara o se comían sus tripas. Y luego, ellos se levantaban a su vez, voraces.
—¿Quiénes?
—Los que morían se levantaban, igual que el primero. Como si no estuvieran muertos del todo.
Mateo tragó saliva. Quería echarla y mandarla a paseo. Pero la imagen del hombre de la carretera le vino a la cabeza. Y pensó que no parecía humano.
—He perdido a mi hermana. Le mordieron el brazo el domingo. Pero no tuve el valor de matarla. Era mi hermana…
Mateo miró por el retrovisor sin responder. Todo parecía tranquilo, pero algo olía mal. No era solo paranoia.
—Yo soy Mateo. ¿Y usted?
—Silvia.
—Vale, Silvia. Vayamos a la Guardia Civil. Ellos deben saber algo.
—No lo entiende, ¿verdad? Incluso los guardias se han convertido. Soy de las pocas que aún queda con vida. Aunque aún no sé por cuánto tiempo.
Silvia empezó a sollozar. Mateo intentaba procesarlo todo. Aquello era demasiado para él, un hombre sencillo y con los pies en la tierra. Un perro empezó a ladrar a lo lejos. Y entonces vio junto al estanco a Pepe, el del bar. Caminaba despacio, arrastrando los pies, con las tripas fuera.
—Bueno, Silvia. Nos vamos.
—¿Adónde?
—A casa. A por mi escopeta. Aún tengo que hacer la compra.




