Se deteriora el coche, la casa, o el lápiz con el que ya es imposible escribir de lo gastado que está.
Esto puede solucionarse arreglando, reformando, o adquiriendo otro nuevo como reemplazo. Pero todo tiene un límite, y llega un momento en el que algo no puede arreglarse, reformarse o reemplazarse.
Todo ser vivo envejece, incluidos nosotros los humanos. Hacerse mayor es ver tu cuerpo cambiar a más velocidad que tu propia mente. Tu cabeza se siente más joven que tus huesos que crujen y articulaciones agarrotadas. Te miras en el espejo y las líneas comienzan a acompañar tu cara, cada vez con más tendencia a la flacidez. Tus canas traviesas se lo dificultan cada vez más al tinte, y te replanteas si continuar con ello o dejarlas en libertad.
Tu hija se hace una mujer delante de ti, pero es algo imperceptible porque la ves cada día. Pero miras las fotos de cuando era pequeña y no te lo puedes creer.
Tu perro cada vez se cansa más y ya no corre tanto. Está más tranquilo, con más ganas de dormir. También en su cara aparecen pelos blancos. Ahora ladra menos, se excita menos. Quiere más tranquilidad.
Pero tus padres… ¡Ay tus padres, si los tienes! Te niegas a ver que ya están en la etapa final de sus vidas… La cosa es saber cuántos años estarán a tu lado y en qué circunstancias lo harán. Si tú, alrededor de los cincuenta, ya tienes achaques, imagínate ellos que pasan con creces la setentena.
No todo el mundo envejece de igual manera. Muchos ancianos tienen una mente prodigiosa pero, no nos engañemos. Hacerse mayor no es emocionante ni especial. Es simplemente haber llegado vivo a cierta edad.
Me he fijado que cuando envejecemos, tenemos una especie de regresión a la niñez, o pasotismo. De ahí que no sepamos muy bien cómo tratar a nuestros mayores.
Ves a tus padres hacerse mayores y te cabreas porque te asustas al ser consciente, por primera vez en tu vida, de que algún día te dejarán huérfana. Maldita ley de vida.
Esto puede solucionarse arreglando, reformando, o adquiriendo otro nuevo como reemplazo. Pero todo tiene un límite, y llega un momento en el que algo no puede arreglarse, reformarse o reemplazarse.
Todo ser vivo envejece, incluidos nosotros los humanos. Hacerse mayor es ver tu cuerpo cambiar a más velocidad que tu propia mente. Tu cabeza se siente más joven que tus huesos que crujen y articulaciones agarrotadas. Te miras en el espejo y las líneas comienzan a acompañar tu cara, cada vez con más tendencia a la flacidez. Tus canas traviesas se lo dificultan cada vez más al tinte, y te replanteas si continuar con ello o dejarlas en libertad.
Tu hija se hace una mujer delante de ti, pero es algo imperceptible porque la ves cada día. Pero miras las fotos de cuando era pequeña y no te lo puedes creer.
Tu perro cada vez se cansa más y ya no corre tanto. Está más tranquilo, con más ganas de dormir. También en su cara aparecen pelos blancos. Ahora ladra menos, se excita menos. Quiere más tranquilidad.
Pero tus padres… ¡Ay tus padres, si los tienes! Te niegas a ver que ya están en la etapa final de sus vidas… La cosa es saber cuántos años estarán a tu lado y en qué circunstancias lo harán. Si tú, alrededor de los cincuenta, ya tienes achaques, imagínate ellos que pasan con creces la setentena.
No todo el mundo envejece de igual manera. Muchos ancianos tienen una mente prodigiosa pero, no nos engañemos. Hacerse mayor no es emocionante ni especial. Es simplemente haber llegado vivo a cierta edad.
Me he fijado que cuando envejecemos, tenemos una especie de regresión a la niñez, o pasotismo. De ahí que no sepamos muy bien cómo tratar a nuestros mayores.
Ves a tus padres hacerse mayores y te cabreas porque te asustas al ser consciente, por primera vez en tu vida, de que algún día te dejarán huérfana. Maldita ley de vida.
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